Ética, política y confesionalismo en tiempos de la Cuarta Transformación

Un periodo de crisis social es, por definición, un momento en el cual la diversidad y la multiplicidad de intereses y de actores confluyentes en una determinada colectividad entran en tensión, intentando reconfigurar la correlación de fuerzas hasta entonces vigente y definir nuevos sentidos y horizontes políticos, económicos, culturales, históricos, etc., dominantes por encima de todos los demás.

De ahí que el problema con toda crisis sea, antes que el estado de caos y de incertidumbre dominantes, el que sea en ella (y no con posterioridad, cuando las cosas regresan a su cauce de normalidad) en donde se definan los nuevos trayectos por los que habrá de seguir el conjunto de la sociedad e instituir un nuevo orden social —revolucionario, reformista o de barbarie.

América, en estos momentos, se encuentra atravesando por un momento de profunda y extendida crisis social en la cual, además, las definiciones que se están configurando para delinear el curso que las colectividades del continente han de seguir se encuentran en el trance de una aguda polarización que crece cada vez más, justo en la misma proporción en la que las condiciones de vida del grueso de la colectividad siguen degradándose, y las masas populares se encuentran frente a un horizonte en el que les es más tangible la posibilidad de ganarlo todo cuando ya no tienen nada que perder.

Los intereses, por supuesto, son múltiples, y los actores involucrados son diversos —con especial protagonismo de las mujeres, por todo el continente; los estudiantes, en algunos Estados; y los indígenas, en otros más. Sin embargo, lo cierto es que, a pesar de esa multiplicidad y de esa diversidad, los campos políticos-ideológicos en los cuales se están aglutinando y articulando para imponer agendas y posicionarse en una situación de ventaja y privilegio en la implementación de políticas y decisiones colectivas para destrabar la crisis no son tan vastos ni tan divergentes en su interior, sino, antes bien, todo lo contrario.

América, un continente fragmentado

Y es que, en efecto, si la situación política en América se encuentra tan polarizada es porque, en cierto sentido, las diferencias entre actores han comenzado a difuminarse, dando paso a la posibilidad de construcción de horizontes de acción comunes que si bien no resuelven los problemas de todos los involucrados y las involucradas en su interior, ni son capaces de obtener para cada uno de ellos y cada una de ellas las mismas ventajas y los mismos privilegios, sí, por lo contrario, son capaces de constituir potencias políticas, económicas, históricas y culturales —identitarias, en toda la extensión del término— en las que la opción ya no es procurar conseguir algunas concesiones por parte de sus adversarios, sino disputarlo todo, porque todo está en juego y en tensión.

En este continente, esa apuesta por la totalidad de la vida y esa polarización presente en la cotidianidad han derivado, en los últimos meses, en coyunturas de excepcional virulencia política, como en los casos de Venezuela, Chile, Ecuador y Bolivia; y con menos intensidad, pero no por ello con menor profusión, en los de Argentina, Uruguay, Brasil y México. Escenarios que, además —al margen de todas las particularidades que los distancian y que obligan a observarlos y comprenderlos en su singularidad, con los rasgos específicos que llevaron a cada caso a desarrollarse de manera diferenciada respecto del resto de ellos—, se caracterizan por estar atravesados, todos, por una lógica de organización del poder social en dos grandes esferas ideológicas que, a falta de mejores denominaciones, bien podrían identificarse, por un lado, con los resabios de algo que en las dos últimas décadas del siglo XXI intentó constituirse como un progresismo reformista de centro izquierda; y por el otro, algo que intermitentemente se identifica lo mismo con el más abierto militarismo (Chile) y con los espectros aún presentes del fascismo latinoamericano (Brasil) que con expresiones menos totalitarias, pero no por ello menos nocivas, como el autoritarismo cívico (Ecuador y Uruguay) y el despotismo conservador de raigambre confesional (México y Bolivia).

Y ello, habría que señalarlo, no necesariamente porque esa sea la configuración ideológica y práctica específica de algún proyecto político hecho con el control de la estructura estatal y su andamiaje gubernamental —como sí ocurre, por ejemplo, en los casos de Chile y el gobierno de Piñera, en Brasil, con Bolsonaro; en Argentina, con Macri; en Bolivia, con el golpe de Estado; y en Ecuador, con Lenin Moreno). Sino que, asimismo, esas opciones políticas se están construyendo, articulando e instituyendo como sentidos comunes en la resolución de la crisis en el nivel del colectivo y de lo popular. De tal suerte que, en casos como el de México, aun contando con un gobierno inscripto dentro del registro del progresismo latinoamericano, en el nivel de las masas, la propagación del autoritarismo social y del más hondo y retrograda conservadurismo de extracción religiosa es cada vez mayor y más potente.

De ello da cuenta, para el resto de América, el rol tan determinante que los grupos religiosos, por un lado; y las clases medias o pequeño burguesas, despóticas ilustradas, por el otro; han tenido a lo largo de los últimos meses en el impulso lo mismo de golpes de Estado (como en Bolivia) que en la instauración, por la vía electoral, de gobiernos con agendas decididamente hostiles a todo cuanto se conquistó en las últimas dos décadas en la región (Lenin Moreno, en Ecuador; Macri, en Argentina); o, en un registro similar, pero sin llegar a sintetizarse en proyectos de gobierno, el rol que han tenido en la propagación de un campo cultural de signo contrario a las libertades, derechos y garantías conquistadas (como en los casos de la sexualidad y el género).

No es un secreto, al respecto, la sistemática influencia que han tenido grupos evangelicalistas, en particular; protestantes, en general; en las agendas políticas, económicas y culturales implementadas en América en los últimos años, así como tampoco lo es que sus intereses, montados sobre las cada vez mayores y más frustradas aspiraciones de clase de los estratos medios en la región, son los principales beneficiarios y autores materiales e intelectuales de una escalada de violencia clasista, en contra de las capas empobrecidas; racista, en contra de las poblaciones negras e indígenas; y sexista, en contra de las mujeres, en específico, pero también en contra de la diversidad sexual (homosexualidad, lesbianismo, transexualidad, travestismo, etc.,) que además se ha ido radicalizando en la medida en que aquellos y aquellas a quienes pretenden someter les oponen resistencia colectiva y organizada en el espacio público.

Grupos evangélicos aumentan su influencia en América Latina

Por eso, quizás, habría que voltear la mirada con dirección hacia el pasado reciente de la región para reconocer qué cosas fueron obviadas y menospreciadas —en términos de la influencia de estos intereses en la vida en colectividad— para saber cómo es que América terminó en este escenario. Y con ello, no descartar la hipótesis de trabajo de que el protestantismo y el evangelicalismo sean, hoy, el principal recurso de intervención geopolítica de Estados Unidos, a la manera en que los ideales liberales de su cultura lo fueron, pero en un sentido más secular, durante el conflicto con el capo cultural soviético, durante el siglo pasado.

Y en ese sentido, habría que pensar también, para el caso de México, en específico, cuáles son los escenarios a futuro que se abren para la consolidación o la continuidad del actual proyecto político progresista en el gobierno, teniendo en mente, por ejemplo, la tóxica relación que el ejecutivo federal en turno, en general (más ciertos sectores del legislativo); y la figura del presidente, en particular; ha decidido entablar y alimentar sistemáticamente con la iglesia católica mexicana, pero sobre todo, con los grupos evangelicalistas con presencia en el territorio nacional.

Y es que, en efecto, si bien es cierto que algo hay de razón en la postura presidencial de intentar, a fuerza de golpeteo político e ideológico cotidiano, reintroducir en el ejercicio de la política y en las relaciones de convivencia social del día a día una matriz mínima de valores y contenidos éticos, en clave humanista, para hacer frente a un estado de degradación socio-cultural desproporcionado, por un lado; y a los crecientes niveles de individualismo y de violencia física, por el otro; también lo es que la vía confesional por la que parece ir avanzando cada vez con mayor ahínco y con mayor convicción, al margen de cualquier noción de laicidad, en un momento de crisis, abre la puerta para que se le cuelen, sin saberlo, los grupos más conservadores y radicales que buscan dar marcha atrás con sus políticas y prácticamente con todo lo que hasta ahora ha hecho en un año de gobierno.

Después de todo, México no se encuentra exento del momento de crisis; es decir, de tensión, por el cual atraviesan el resto de las sociedades americanas. Y, en ese escenario, en el que nada está definido y todo está por ser disputado, que sea el propio progresismo el que fortalezca al conservadurismo confesional (en menor medida al de clase, en cuyos intereses se parasita aquel) lo único a lo que puede conducir es que en las siguientes disputas político-electorales en México se vea revivir un momento de trauma por el que ya pasaron en el Sur del continente: el fortalecimiento de los partidos de derecha, con agenda confesional y neoliberal.

Eso, en México, por supuesto que significa zanjar el camino para que el siguiente sexenio se tenga de regreso, como plataforma de gobierno dominante en la estructura Estatal, a los intereses de los cuales se nutren el Partido Acción Nacional (PAN), aunque ahora fortalecidos en sus alas más radicales, raciales, clasistas y misóginas; o, lo que es igual de peor, al priísmo más arcaico y autoritario del que se tenga memoria desde 1968.

Oposición a López Obrador, “moralmente derrotada”. En la imagen, el expresidente Vicente Fox

Sin duda, trabajar sobre contenidos éticos en las formas de socialización colectiva, en un contexto dominado por el proyecto civilizatorio del neoliberalismo, tan profundamente utilitarista e instrumental en su trato con el ser humano y con toda otra forma de vida, para extraer de todo ello valor y capital, es un imperativo ineludible si lo que se pretende es instaurar un orden político, económico, histórico y cultural transexenal que, a la postre, sirva de marco para hacer frente a la crisis multidimensional del capitalismo moderno (y sus previsibles escenarios de barbarie, muchos de los cuales ya se experimentan en sociedades de África). Sin embargo, lo que también es un hecho es que la manera confesional en la que está procediendo el presidente de México, lejos de recuperar los contenidos éticos y los valores morales que le sean necesarios para conseguir ese objetivo (si es que pretende ese objetivo en absoluto), lo único a lo que están conduciendo es a una nueva cruzada de evangelización y cristianización de la vida en colectividad.

En un país repleto de practicantes católicos, esa conversión hacia el evangelicalismo es, en y por sí misma, un problema serio que en algún momento va a conducir a conflictos más abiertos y hondos entre ambos universos del cristianismo. Pero eso, comparado con la afrenta que las clases medias superiores y los grandes capitales están articulando en contra de la política de la 4T, es nada. Las consecuencias no son menores: ahí está América, desgarrada por protestas sociales, por golpes de Estado, por ajustes estructurales, por militarizaciones masivas de la vida en colectividad, por el narcotráfico y las intervenciones geopolíticas, por la reorganización territorial, por la intensificación de la privatización, el despojo y la desposesión popular, por el racismo, el clasismo y la misoginia.

De ahí la necesidad de que sean los sectores populares los que hagan contrapeso a la vía confesional de la 4T, no para abandonar todo proyecto de una ética política (o una política ética), sino, antes bien, para construirla desde la base y, sobre todo, desde sustratos que, por lo menos en el espacio público, se cimienten en el secularismo (que no en el anticlericalismo). De lo contrario, habrá que preparase para que la violencia ya expresada por esos intereses conservadores escale, y en ese horizonte, el desprecio de clase, de género y racial hasta ahora expresado por ellos va a ser el menor de los problemas de esta sociedad.

Ricardo Orozco

Ricardo Orozco: Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México.

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