Fentanilo: Epidemia silenciosa en Estados Unidos

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Mientras Estados Unidos enfrenta los retos que supone la COVID-19, otra epidemia letal hace metástasis en la sociedad. Las sobredosis de fentanilo se convirtieron en la principal causa de muerte en adultos de entre 18 y 45 años. 

Desde el 2020 esa droga, un opioide sintético que es hasta 50 veces más fuerte que la heroína y 100 veces más fuerte que la morfina, ha matado a más estadounidenses de ese rango etario que el coronavirus, los accidentes automovilísticos y los suicidios.

Los datos fueron confirmados recientemente por los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) y la organización “Familias contra el Fentanilo”. Entre 2020 y 2021, casi 79 000 personas de entre 18 y 45 años (37 208 en 2020 y 41 587 en 2021) murieron por sobredosis de fentanilo. Según el CDC, en general hubo unas 100 306 muertes por sobredosis de drogas en el país.

El problema no es nuevo. De hecho, el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS) declaró en 2017 una emergencia de salud pública y anunció una estrategia para combatir la crisis de los opioides. Pero la pandemia y los dramas sociales que vive ese país parecen haber empeorado la situación.

Cuando se consume por prescripción médica, el fentanilo se utiliza en Estados Unidos como tratamiento para dolores intensos, por ejemplo después de una intervención quirúrgica o en pacientes con cáncer en etapas avanzadas. Pero muchos de los casos de sobredosis ocurrieron por fentanilo fabricado de forma ilegal, y distribuido a través de los canales del mercado negro de las drogas.

Uno de los riesgos, según advierte el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas, es que los narcotraficantes mezclan el fentanilo con otras drogas como la cocaína o la heroína, a veces sin que los compradores lo sepan. Así, debido a su extrema potencia en dosis mínimas, hacen a las drogas más baratas, pero también más adictivas y peligrosas.

Pero la crisis de los opioides en Estados Unidos no nació en el mercado ilegal de sustancias nocivas, sino en los pasillos de grandes empresas farmacéuticas. En 1995 se aprobó el uso de la oxicodona (comercializada como OxyContin), para el tratamiento del dolor crónico no solo relacionado con el cáncer.

Los fabricantes –la empresa Purdue Pharma, propiedad de la familia Sackler– lanzaron una engañosa campaña de publicidad para minimizar los peligros. Uno de los mensajes era que apenas el uno por ciento de los consumidores se volvería adicto. De acuerdo con el New York Times, para el año 2000 las ventas del nuevo fármaco habían aumentado a casi 1 100 millones de dólares.

Así, desde la década de los años 90 los médicos en ese país comenzaron a prescribir opioides con mayor frecuencia, lo cual condujo a un uso indebido generalizado y a cifras elevadas de personas adictas. Medicamentos como el  Vicodin o el Tramadol se volvieron cotidianos, incluso contra dolores leves. Para poner las cifras en perspectiva, Estados Unidos, que representa alrededor del 4,4% de la población mundial, consume el 80% del suministro mundial de opioides.

En 2007, Purdue Pharma  y tres de sus ejecutivos se declararon culpables de cargos penales federales y pagaron una suma de 634,5 millones de dólares por minimizar el riesgo de adicción del OxyContin. Luego, algunos gobiernos locales también comenzaron a presentar demandas y siguieron otros procesos penales contra empresas farmacéuticas.

Después de años de litigios, con más de 2600 demandas a cuestas, Purdue se declaró en bancarrota en 2019. Las reclamaciones y apelaciones continúan, en una película que parece no tener fin, mientras las muertes por consumo de opioides aumentan entre los adultos jóvenes. El problema es que muchos de quienes terminan comprando en el mercado ilegal, se volvieron adictos a partir de medicamentos recetados por médicos.

Según cálculos del Wall Street Journal, la familia Sackler obtuvo entre 12 y 13 mil millones de dólares en ganancias relacionadas con el OxyContin. Muchos quieren personalizar en ellos toda la responsabilidad por la crisis actual. Y es cierto que tanto Purdue como empresas similares comparten culpas y deberían recibir condenas por ello. Pero son solo una parte de un problema más profundo, que incluye no solamente a las farmacéuticas sino un contexto que lo permite y lo reproduce.

En primer lugar, un sistema de salud considerado un negocio lucrativo. Al mismo tiempo, poderosos lobbies farmacéuticos que llenan los bolsillos de congresistas y otros decisores, dentro de un sistema político que ha legalizado ese tipo de soborno y corrupción. Todo ello en un escenario de múltiples crisis sociales.

Fenómenos como el desempleo o la caída sostenida de la calidad del empleo, el estancamiento de los salarios o el aumento de la desigualdad, favorecen que personas vulnerables busquen en las drogas desde un falso placer hasta la enajenación. Un estudio del HHS comprobó cómo las comunidades empobrecidas en las zonas rurales de Estados Unidos se han visto más afectadas por la epidemia de opioides.

A esa lista de múltiples causas hay que sumar la pandemia de COVID-19. El aislamiento social, la depresión, la ansiedad, la inseguridad económica, los cierres de escuelas y centros laborales, afectan particularmente a personas adictas, en riesgo de serlo, o incluso aquellas que estaban intentando algún camino de recuperación.

Al mismo tiempo, han crecido no solamente las ventas sino los canales para realizarlas. En septiembre pasado, la Administración de Control de Drogas (DEA) emitió su primera Alerta de Seguridad Pública en seis años para advertir sobre el aumento de píldoras falsas compradas en línea, que incluyen fentanilo. Algunas se venden a través de Snapchat y TikTok, plataformas de redes sociales digitales muy populares entre adultos jóvenes y adolescentes.

El presidente estadounidense, Joe Biden, presentó un plan para combatir la crisis de opioides, que incluye responsabilizar a las grandes compañías, mejorar los servicios de tratamiento y recuperación para adictos, y detener la entrada de drogas ilícitas a través de las fronteras. Algunos gobiernos locales también han tomado medidas. Por ejemplo, la ciudad de Nueva York inauguró dos sitios donde las personas pueden consumir drogas ilegales bajo supervisión médica, con el objetivo de evitar las sobredosis.

No obstante, frenar la epidemia de consumo de opioides implicaría tomar medidas sistémicas que enfrenten sus causas desde todas las aristas. Ryan Zickgraf, autor en la revista Jacobin, lo resumió en la siguiente idea que comparto: “Estados Unidos necesita menos individualismo, comunidades más unidas, un sistema de salud más integral y programas innovadores para el tratamiento de la drogadicción. Pero para llegar allí, también hay que trabajar para crear un sistema político y económico que ponga a las personas por encima de las ganancias”.

Dalia González Delgado

Dalia González Delgado: Profesora del Centro de Estudios Hemisféricos y sorbe Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana.

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