Italia, Europa, déficit público y populismos

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La magnitud del déficit público y la senda de reducción del mismo enfrentan al gobierno de Italia y a la Comisión Europea, la cual ha rechazado y obligado a rectificar el borrador de presupuesto presentado. La lectura política, interesada, que se hace de ese desencuentro es la pugna entre el populismo irresponsable, abanderado por los dirigentes italianos, y la defensa firme de la construcción europea por parte de las autoridades comunitarias.

El discurso dominante defiende la necesidad de reducir el déficit público; o, para ser más exactos, situar esa reducción como la piedra angular de una buena política económica. Quien se atreva a defender otro planteamiento, distinto u opuesto al oficial, quien cuestione ese enunciado, elevado a dogma, no sólo queda desacreditado y desacreditadas sus reflexiones en materia de economía, sino que inmediatamente es arrojado al confuso magma de los populismos de uno u otro signo, cuyo denominador común sería la eurofobia y el nacionalismo desintegrador.

Si bien, evidentemente, no es indiferente el nivel de déficit público que tiene una economía, creo, sin embargo, que hay buenas razones para impugnar una línea argumental que ha encerrado, literalmente hablando, la reflexión económica y la acción política en asuntos como los ajustes fiscales y la fijación del techo de gasto. En las páginas que siguen se presentan algunos de los elementos que, en mi opinión, deben ser tenidos en cuenta para construir un relato alternativo.

Hay que empezar por decir que la crisis económica es un fenómeno complejo que, en modo alguno, admite un planteamiento tan pobre y sesgado. Es cierto que, al menos en teoría, se reconoce esa complejidad, pero en la práctica, como acabo de mencionar, el grueso del debate -económico, político y mediático- y de la acción pública están enfocados a los ajustes presupuestarios.

Situar estos ajustes en el epicentro de la agenda política significa aceptar, de hecho, el diagnóstico de que la causa de la crisis y el principal obstáculo para su superación se encuentra en el desorden de las cuentas públicas. Este es un buen diagnóstico para quienes ocultan o ignoran que la marea de fondo que está detrás de la crisis apunta, sobre todo, a una industria financiera hipertrofiada, al aumento de la desigualdad, a la exacerbación de las disparidades productivas y comerciales dentro de la Unión Europea (UE), a la intensificación de la concentración empresarial, al mantenimiento de unas estructuras patriarcales, a un diseño institucional de la zona euro funcional a los intereses de las oligarquías y de los países más poderosos, a la relación depredadora con la naturaleza y al cambio climático. Todos estos factores desbordan, con mucho, el ámbito de las finanzas públicas -aunque, por supuesto- afectan y se ven afectados por las mismas-, quedando (deliberadamente) sepultados en un planteamiento tan reduccionista como el actual.

Hay que reconocer, en todo caso, que, en efecto, Italia y el resto de economías periféricas se enfrentan a un grave problema presupuestario. Dicho problema no reside tanto en un supuesto déficit público excesivo como en la reducción de la carga tributaria soportada por los beneficios corporativos y las grandes fortunas y patrimonios, la competencia fiscal dentro de la UE y la existencia, también dentro de las fronteras comunitarias, de verdaderos paraísos fiscales. Dice mucho del sesgo de las políticas implementadas y de la captura de las instituciones por las elites que poco o nada se haya avanzado en estos ámbitos en las últimas décadas o que nos encontramos en una dinámica de abierta regresión.

La reducción del déficit público se ha convertido, ya lo era antes del estallido de la crisis económica, en un objetivo en sí mismo. Se presume -sin respaldo teórico ni empírico y con una notable carga de ideología- que los ajustes presupuestarios son la clave para que mejoren el resto de los indicadores económicos y, de este modo, salir de la crisis. De acuerdo con este planteamiento, limitar la cuantía del déficit público mejoraría el balance macroeconómico y “liberaría” recursos en dirección a la iniciativa privada, más eficiente, que los convertiría en capital productivo, con el resultado global de un crecimiento más intenso y sólido.

Una falacia tras otra. Resulta inaceptable presuponer la existencia de un nexo automático y mucho menos inexorable entre dicho ajuste, por un lado, y el bienestar de la ciudadanía y la sostenibilidad de los procesos económicos, por otro; estos son los genuinos objetivos de la política económica, a los cuales tiene que someterse cualquier otra consideración. Las medidas de contención del déficit público sólo encontrarían legitimidad si son un instrumento que nos permite avanzar en esa dirección, lo que evidentemente no ha sucedido.

La obsesión por aplicar esas políticas, en un contexto de debilidad del consumo y de la inversión privada, tienen, inevitablemente, un efecto contractivo, prolongando y agravando la crisis, y dificultando su superación. Se oculta lo que, por decencia y por evidencia, ya no se puede ocultar; que seguir esa hoja de ruta ha tenido costes enormes, muy desigualmente repartidos. A pesar de los esfuerzos presupuestarios que ha soportado la ciudadanía, especialmente los grupos de población más vulnerables, los parámetros macroeconómicos permanecen frágiles, la debilidad de los tejidos productivos es manifiesta, la mayor eficiencia del sector privado respecto del público es discutible y el crecimiento económico resulta endeble e inestable.

Hemos heredado, como consecuencia del fracaso de la construcción europea en materia de convergencia (por mucho que, contra toda evidencia empírica, el discurso oficial lo niegue) unas disparidades productivas, comerciales y sociales entre las regiones y los países comunitarios muy pronunciadas. Seguir las prescripciones de los que postulan las virtudes y la urgencia de las políticas austeritarias agrava las fracturas entre el centro y la periferia, condenando a una posición subalterna a las economías y a las regiones que han acumulado a lo largo de las décadas un rezago mayor.

Aunque, en teoría, la reducción del déficit público abre una página que puede escribirse con políticas de signo muy diferente, la correlación de fuerzas -un factor, sin duda decisivo, que oculta la economía convencional-, ampliamente favorable a los intereses de los privilegiados, impone las más regresiva para la población: reducción del gasto público social y productivo y aumento de la carga fiscal sobre las clases populares.

El relato dominante presenta los ajustes presupuestarios como la piedra angular de una “economía normalizada”. Al razonar de esta manera, saca este asunto del debate público y político, que queda confinado, en el mejor de los casos, a especificar los ritmos y los plazos en los que se acometerá este objetivo.

Esos ajustes ocultan lo que las fuerzas del cambio deben poner sobre la mesa, negro sobre blanco: la lucha de los poderosos por reforzar sus privilegios y expropiar a la ciudadanía. La reducción del déficit público forma parte de una agenda -cada vez más visible y explícita que oculta- de saqueo y derribo de los espacios sociales y productivos públicos, con el único propósito transferir renta y riqueza desde la esfera pública a la privada. La estrategia de los grandes capitales es, pues. convertir lo público en negocio, cuestionando y vaciando de recursos las políticas de signo redistributivo, debilitando de paso la resistencia social articulada alrededor de la defensa de las mismas. Este es el sentido profundo de las denominadas políticas de austeridad presupuestaria y de las reformas de la arquitectura institucional promovidas desde Bruselas.

Por todo lo anterior, oponerse a esas políticas y al escenario que propician y ofrecer alternativas a las mismas es una cuestión crucial. La asociación disciplina presupuestaria/ Europa en oposición al desorden de las cuentas públicas/no Europa es una trampa en la que no debemos caer. La izquierda transformadora debe posicionarse con claridad en ese debate, alumbrando un relato que nos reconozca política y socialmente. Aquí está una de las claves para bloquear el avance de la extrema derecha y también para impedir que Europa quede secuestrada por las políticas y los intereses del neoliberalismo. Me parece evidente que hay que pelear en el corto plazo para hacer valer las necesidades sociales y productivas de aquellas economías que han sido especialmente maltratadas por la crisis y por las políticas impuestas desde Bruselas, lo que significa trasladar a las instituciones comunitarias la voluntad política y la exigencia de superar la camisa de fuerza representada por los objetivos de déficit público.

Es cierto que la política económica seguida por el gobierno portugués -basado en una amplia alianza de las izquierdas- indica la existencia de cierto margen de maniobra a la hora de implementar unos presupuestos públicos con contenido social. Pero resulta igualmente evidente que el gesto autoritario con que la Comisión Europea ha despachado el programa presupuestario italiano y las dudas que se ciernen sobre el presentado por el gobierno socialista español, resultado de un acuerdo con Unidos Podemos,  por no hablar de la política de acoso y derribo contra el gobierno griego de Syriza, nos hablan de una Europa restrictiva, enfrentada a los intereses de las mayorías sociales. Dispensar rango constitucional a una opción de política económica que pivota alrededor de los ajustes presupuestarios, de marcado perfil conservador, y someter los parlamentos nacionales a instituciones supraestatales carentes legitimidad democrática sitúa a Europa en una preocupante deriva autoritaria.

Poner en el centro la redistribución de los ingresos y la riqueza ampliaría el margen de actuación de los gobiernos, sin salirse de las estrictas normas presupuestarias fijadas desde Bruselas. En este asunto las fuerzas del cambio tienen que defender con determinación la progresividad tributaria, revertir una dinámica fiscal que, desde hace décadas, beneficia a las grandes fortunas y patrimonios, perjudicando a las clases populares; siendo muy conscientes de las resistencias (por parte de los defensores del actual orden de cosas) y de los temores (por parte de la izquierda tradicional) a la hora de avanzar en esa dirección.

El cuestionamiento de los muy restrictivos (sobre todo para las economías más débiles) objetivos presupuestarios abren un debate, un espacio político y una agenda pública muy necesarios para los que defendemos Otra Europa. En esas coordenadas más amplias, hay que plantearse la necesidad de que los gobiernos recuperen la soberanía presupuestaria y un profundo cambio en la política económica, donde la redistribución y la convergencia ocupen la centralidad que merecen. Avanzar en esa dirección exigiría, al menos, la derogación del Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento, las desconstitucionalización de las políticas austeritarias, la introducción, en oposición a la condicionalidad macroeconómica actual, de una condicionalidad social y ecológica, una sustancial ampliación del presupuesto comunitario y la reformulación del tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza.

Es evidente que una Europa levantada sobre esos pilares colisiona abiertamente con la actual institucionalidad y la que surgirá de las reformas previstas desde Bruselas, y con los intereses que las sostienen. Por esa razón, todos los escenarios están abiertos y deben ser contemplados, incluida la disolución o salida de la zona euro. En todo caso, que se abra el que someramente he perfilado o que se impongan las inercias más conservadoras y reaccionarias dependerá, en buena medida, de la correlación de fuerzas en presencia. El enorme desafío de las fuerzas del cambio es elaborar un relato valiente y coherente que -lejos de la banalidad de la retórica europeísta y de la demagogia e inconsistencia de los populismos de extrema derecha- permita disputar a las elites, defendiendo una economía para las mayorías sociales, el espacio europeo (y global).

Fernando Luengo

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