La caída de un imperio

Estados Unidos ya no ejerce la dignidad imperial

Estados Unidos ya no predomina en el mundo, ya no ejerce la dignidad imperial. Y, finalmente, lo reconoce: este “es un mundo en el que Estados Unidos ya no es el único niño grande en el bloque geopolítico”, dijo el director de la CIA, William Burns.

Lo hizo el 1 de julio pasado, en el mismo lugar en el que comenzó su carrera diplomática, nada menos que en un convulso 1989, en el gabinete del entonces secretario de Estado James Baker donde se daba la conferencia anual de la Fundación Ditchley, en Oxfordshire, Inglaterra. El tema esta vez fue el inverso de aquel: “Un mundo transformado y el papel de la Inteligencia”. O sea: qué hacer en esta nueva realidad.

Burns comparó ambos momentos, este y el de 1989. A aquel lo llamó “uno de esos raros momentos plásticos” de la historia. “La Guerra Fría estaba terminando, la Unión Soviética estaba a punto de colapsar, Alemania pronto sería reunificada y la invasión de Kuwait por Saddam Hussein pronto sería derrotada. Era un mundo de primacía estadounidense indiscutible. Las corrientes de la historia parecían fluir en nuestra dirección, el poder de nuestras ideas impulsaba al resto del mundo en un avance lento pero irresistible hacia la democracia y el libre mercado. Nuestra seguridad en nosotros mismos, a veces autoritaria, parecía estar bien fundamentada en las realidades del poder y la influencia, pero también oscurecía otras tendencias de reunión”.

Esas “otras tendencias que oscurecían” hoy lo llevan a reconocer: “Nuestro momento de dominio posterior a la Guerra Fría nunca iba a ser una condición permanente. La historia no había terminado, ni había competencia ideológica. La globalización encierra una gran promesa para la sociedad humana, con cientos de millones de personas sacadas de la pobreza, pero también está destinada a producir contrapresiones”.

Burns se encarga de consignar su lucidez en un memo de 1992, tres décadas atrás: “Aunque por primera vez en cincuenta años no nos enfrentamos a un adversario militar global (…) es ciertamente concebible que un retorno al autoritarismo en Rusia o una China agresivamente hostil pueda revivir tal amenaza global”. Esto, según Burns, porque “el sistema político internacional se inclinaba esquizofrénicamente hacia una mayor fragmentación”.

Ahora que el imperio ya no impera, se preocupa por redefinir la Inteligencia que acompañará la política exterior actual. Mucho sugiere que él es el monje gris, o uno de los pocos, tras la estrategia de Estados Unidos en Ucrania y China, pero ese no es el tema de esta nota: se puede encontrar fácilmente su exposición con la ayuda del Dr. Google.

El tema aquí es la característica esencial de ese imperio que está dejando de ser y el marco de subjetividad en que les hace difícil reconocer la situación a la que han degradado, para actuar en consecuencia. En ese sentido, Burns vuelve a ser un adelantado.

Como se sabe, la caída de un imperio habilita el surgimiento de otro, tema que preocupa asaz a Washington cada vez que se acuerda de China, que es todos los días. Tal vez aporte al tema repasar cómo cayó el imperio anterior, porque lo que aparece como menor puede tener capacidad decisiva.

El imperio británico hizo buen uso del Nuevo Mundo que Europa descubrió con Colón en esta desarrollada América, y en 1497, solo cinco años después, John Cabot, un explorador veneciano al servicio de Inglaterra, realizó un viaje al Nuevo Mundo y puso en marcha el desarrollo del poder británico. Fue, así, estableciendo colonias en la parte norte de América, incluso en Canadá, pero también en India y regiones de África. El apogeo llegó con la reina Victoria en el siglo XIX: la era victoriana. En ella, el comercio, la industrialización y la superioridad naval británica desempeñaron un papel crucial en la expansión del imperio, incluyendo gran parte de África y Asia.

El huevo de la serpiente, necesaria en todo final de un imperio, se empolló en una colonia en ese momento sin gran importancia; sólo luego sería Estados Unidos. Para sorpresa británica, los descendientes de los colonizadores terminaron derrotando a George III en 1776; los británicos hicieron el intento de retomar el poder en esas tierras de poca importancia entre 1812 y 1815 y fracasaron.

De esta manera, comenzó la decadencia del imperio británico, aunque ellos no se dieran cabal cuenta del asunto. Para el siglo XX, el imperio alcanzó su máxima extensión territorial, pero también enfrentó desafíos y tensiones, que incluían luchas por la independencia en muchas de sus colonias. Después de la Segunda Guerra Mundial, la descolonización se aceleró y muchas colonias obtuvieron su independencia.

En Estados Unidos, el capitalismo se desarrolló en el norte y el este del territorio y se expandió aún más a costa de una guerra civil, entre 1861 y 1865. El norte capitalista se apropió sin compensación del mayor capital de los agricultores del sur: los esclavos. Les dieron la libertad de trabajar para ellos y los descendientes de esclavos llevan siglos reclamando la igualdad.

El racismo, la desigualdad social consolidada (la pobreza en Estados Unidos este año es del 11 %; 40 millones de personas) y la agresiva represión policial como sistema para mantener esa situación —negando el problema social y la franca violación de derechos humanos que encubren— son los tres rasgos dominantes del nuevo imperio.

Hay un cuarto rasgo que consolida los anteriores: Estados Unidos se proclama como la democracia paradigmática del mundo, y basta recurrir al Diccionario de Política de Norberto Bobbio para establecer que todo imperio necesita de una leyenda para ser, y Estados Unidos tiene la de la democracia. Necesita además de unicidad (ellos se llaman Estados Unidos de América), verse como perenne y la salvación de todo aquel que se una a él, que es el instrumento concebido por Dios mismo para ese fin (“In God we trust”, es el lema del país del norte). Ese elemento esencial y exclusivo de salvación espiritual es por definición perenne.

La contradicción entre los rasgos negativos señalados y la leyenda que les permite aparentar se vio favorecida en el caso de Estados Unidos por su desarrollo capitalista, que definen como piedra angular de la democracia ejemplar que proclaman ser. La equiparación democracia-capitalismo no tiene sustento conceptual, pero eso no impide su imposición.

El economista Richard Wolff, con altos títulos de las universidades de Yale, Stanford y Harvard, y actualmente en la de Massachusetts, explica que Estados Unidos logró durante todo un siglo, de 1870 a 1970, que los salarios aumentaran diez décadas seguidas —excepto entre la población de origen afro, pero incluidos los años de la Gran Depresión— y, al tiempo, las empresas también aumentaron sus ganancias, más que los salarios, especifica.

Esto fue posible tras resolverse las contradicciones internas del siglo XIX que obstaculizaban el desarrollo capitalista. El capitalismo fue su arma de expansión, aunque llegado el caso mandaban a sus tropas, espías, misiones de colonización represiva y más, como tantas veces sucedió en nuestras tierras. El sistema político de Estados Unidos era naturalmente un sistema que el mundo entero debía adoptar. Y la continuidad del bienestar tuvo un efecto subjetivo sobre el conjunto de ideas que los estadounidenses tomaron y toman como permanente: la excepcionalidad de este imperio respecto a la historia es que es inherente al ser “americano”. Ellos son “home of the brave, land of the free” (hogar de los valientes, tierra de los libres), una canción de este siglo —en plena decadencia imperial— de Jody Miller, y que es lo que cantan en las películas los detectives festejando en el bar. Y las filmaciones muestran banderas de Estados Unidas casi en cada casa, y los jóvenes se enrolan voluntariamente en las fuerzas armadas porque son patriotas; últimamente solo en las películas, pues el reclutamiento no va tan bien.

Sin haber entrado en una guerra defensiva desde el ataque a Pearl Harbor en diciembre 1941, su presupuesto militar era el año pasado de 877.000 millones de dólares; más que el ranking de los siguientes diez presupuestos militares del mundo sumados. Es que Estados Unidos mantiene más de 600 bases militares en 80 países. Pero son ya públicas las dificultades que tiene para mantener su fuerza de 500.000 hombres: como en un baño de realidad y saliendo de la campana del destino manifiesto de Estados Unidos con que se encubrió la verdad, la disposición para ir a luchar de los posibles reclutas viene en marcada mengua.

Esto sucede mientras el sistema de poder del país sigue promoviendo masivamente la cultura patriotera, más allá de lúcidos aportes como el ya citado de Burns; no importa que hayan perdido la guerra en Vietnam, Irak, Afganistán; que el dólar decline, imparable; que la deuda estatal de este año sea de 31.400 billones (en 2022 fue del 124 % de su PBI) y que 869.000 millones de dólares estén hoy en posesión de China, el quinto tenedor de bonos de Estados Unidos del mundo y espada de Damocles sobre la viabilidad de la economía estadounidense. A las injusticias pueden agregarse el sistema selectivo de salud, los problemas de vivienda y más. La crisis de muchos es la ganancia de pocos y ese viejo principio del poder capitalista se cumple en Estados Unidos.

Es cierto, es un problema que ese país gaste más de lo que tiene en su esfuerzo por parecer el imperio que ya no es: 6 % anual de déficit. Eso lleva a la deuda acumulada y a una emisión monetaria que degrada el valor del dólar: 100 dólares de 1970 compraban en 2022 el equivalente a 754 dólares. De continuar la situación, para el próximo medio siglo se proyecta un déficit de 180 % del PBI.

Encubrir el ser con el parecer y la negativa cultural de aceptar la realidad para actuar en consecuencia, es una cultura a la que Richard Wolff llama “denial”, la persistente, tenaz, mentirosa negativa a reconocer lo que está sucediendo. Para la conducción del Estado, esa fue una permanente fuente de errores que siguen encontrando oportunidad de expresarse y que tiene claros componentes raciales y la reivindicación de los WASP: protestante anglosajón blanco.

Estados Unidos estaba convencido de que la única opción al comunismo era el capitalismo, y no sólo una de las opciones posibles. Ese error conceptual le habilitó a la ex URSS quince años para recomponer su sistema tras la debacle de la implosión soviética, y a China la acumulación de fuerza militar y económica como para plantearse el salir al mundo y poner definitivo punto final a lo que recuerdan como “el siglo de humillación” sufrido en su historia.

No, ni China ni la Federación Rusa abrazaron el capitalismo, y están demostrando que este es sólo una de las opciones, por más que el coro de Occidente les vaticine fracaso. Ahí está lo que se llamaba el Tercer Mundo, armando con ímpetu una estrategia política propia y queriendo suplantar al dólar como moneda única de intercambio internacional. Y Niger es hoy el quinto de los eslabones en caer de una ambiciosa y atemporal mentalidad colonial francesa en África. Para preocupación de Occidente, China y Rusia se acercan al África, por el viejo principio de que el poder le tiene horror al vacío, y empiezan a acercarse a América, la pobre.

Ese triunfalismo y negación de la realidad se expresó, en el terreno de la geopolítica, en la soberbia. Vietnam era una guerra perdida por los franceses, en la que Estados Unidos se fue enterrando en nombre de un orden de cosas típicamente imperial, expresado en la teoría del dominó. Cuando la derrota estadounidense estaba consolidada, los jerarcas de Washington se asombraron de que los vietnamitas se definieran como nacionalistas y no hubiera planes de dominó, corrigiéndoles así todo el libreto.

Pero la duda sobre la ruta de la soberbia se hizo presente antes, cuando Estados Unidos concluyó que Vietnam estaba ganando una guerra en la que los hombrecitos en piyama negro perdían casi todas las batallas. El secretario de Defensa, Robert McNamara, desde 1961 lo reconoció en una frase memorable, dijo ante la ofensiva norvietnamita del Tet (que los vietnamitas perdieron, pero ganaron en el terreno político estadounidense), en enero de 1968: “Deberíamos traer a alguien que entienda a los vietnamitas”.

Estados Unidos pagó duramente en su política interna la guerra que quiso hacer en Vietnam. Desde entonces, el Pentágono viene evitando poner “bota en tierra”, que es como llaman al desembarcar tropas. Tan así que hoy se niegan sistemáticamente a encabezar la misión militar que debería poner orden en la defensa de sus intereses en Haití, en la pequeña Haití. Y eso que allí el poder real lo ejerce la BINHU, la misión especial de la ONU para Haití. Lo ejerció hasta marzo (hoy suplantada por la ecuatoriana María Isabel Salvador) la estadounidense Helen La Lime, cuyo cuño colonial incluyó designar nuevo primer ministro a quien no tenía aval constitucional ni legal para el puesto, Ariel Henry. Lo hizo mediante un tweet, ante el asesinato del Presidente Jovenel Moïse, en 2021.

Pero eso de no desembarcar más tropas no para la hemorragia. El reclutamiento militar está cayendo en forma vertical, y sus jerarcas —como la delegación de congresistas demócratas progre que ahora está de gira por Brasil, Chile y Colombia— vienen en actitud de humildad a querer trabajar “en temas en común”. Y la jefa del Comando Sur, generala de cuatro estrellas Laura Richardson, viaja continuamente por el continente (al que a veces nombra, tal vez en un lapsus linguae, como “el patio trasero”) en la vigilancia y promoción de valores e intereses de Estados Unidos. Es notorio que esta área informativa precisa de una mucho mayor cobertura. Tómese esta como la primera nota sobre el tema, que sabremos cumplir.

Andrés Alsina

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