La desigualdad y la deuda amenazan la hegemonía de Estados Unidos

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Desde la crisis financiera de 2008, la desigualdad y la amenaza del impago de la deuda de los EEUU han sido temas recurrentes en los análisis sobre la erosión de la hegemonía global de Washington. Sin embargo, bajo la presidencia de Donald Trump ambas cuestiones van cobrando nuevas dimensiones.

El mundo comienza a desconfiar de las promesas de los gobernantes de la superpotencia porque la evidente fractura social interna se convierte, también, en amenazadora fractura política.

Una nación que tenga una sociedad integrada, donde sus miembros se relacionen de una manera medianamente horizontal y democrática, será estable ya que las aspiraciones al ascenso social que atraviesan el mundo, pueden concretarse con esfuerzo y trabajo. Algo así sucedía en EEUU hacia mediados del siglo pasado.

De hecho, las décadas de 1950 y 1970 presentan la menor desigualdad en la historia reciente del país: el 10% superior en ingresos se llevaba entre el 30 y el 35% de los ingresos nacionales. Hoy ese mismo 10% se lleva la mitad del ingreso nacional, pero el 1% ha crecido aún más rápidamente.

El panorama que presenta hoy el país es más o menos el siguiente: gobiernan los multimillonarios, sector al que pertenece la mayoría de los miembros del Congreso; la clase media está desapareciendo, los salarios están estancados y la pobreza crece exponencialmente, concentrada en ciertos barrios y regiones. En vez de trabajo estable bien remunerado, los nuevos empleos que se crean son precarios y mal pagos, sin la posibilidad de que el trabajador tenga un desempeño profesional ascendente.

Si el sistema era estable en la década de 1950 y la sociedad se mostraba optimista y confiada, ¿qué se puede esperar en este período en el que las mayorías sufren serio retroceso? Además, ya no existen espacios comunes compartidos por los diferentes sectores sociales: los más pobres, en particular negros, tienen como referente la cárcel y la exclusión; los más ricos se socializan en espacios exclusivos que los demás ni siquiera sueñan conocer. La clase media no puede referenciarse en ninguna de ellos.

Un reciente estudio divulgado por la revista médica británica The Lancet revela que la brecha entre la esperanza de vida de los más ricos respecto a los pobres se ha elevado en EEUU de cinco a trece años. Pero el informe señala que estamos apenas en el comienzo de una creciente polarización.

“Estamos presenciando a cámara lenta un desastre en la salud de los americanos de bajos ingresos que han transcurrido su vida trabajadora en un período de crecientes desigualdades de ingresos”, destaca el profesor Jacob Bor, coautor del informe, consultado por el diario El País. Se refiere a los nacidos en la década de 1960, generación que ha sido carcomida por el tabaquismo, una epidemia de obesidad y el consumo de opiáceos, la respuesta que han encontrado al persistente deterioro de sus vidas laborales.

Es la llamada “trampa de pobreza y salud”, relación que se retroalimenta hacia abajo, ya que el costo de la atención médica para los estadounidenses pobres “puede llevar a la bancarrota a hogares y empobrecer familias”, como señala Bor. Aún luego de la reforma sanitaria del gobierno de Barack Obama, un 25% de los más pobres no tiene seguro médico, cuestión que afecta sobre todo a negros y latinos, algo que la revista The Lancet denomina como la continuidad histórica de un “racismo estructural”, que se manifiesta en los problemas de vivienda y en el crecimiento de la población carcelaria, que también afectan la esperanza de vida.

Aquí se cruza, de forma alarmante, el problema de la deuda, que ha sido siempre un tema tabú en el mundo y ahora resurge, ya que supera el 100% de PIB de EEUU. De hecho, Trump ha sido el encargado de romper ese tabú al mencionar que podría renegociar la deuda pública si fuese necesario, lo que supone un verdadero sismo geopolítico, como señala el Laboratorio Europeo de Anticipación Política.

El actual presidente fue muy claro al respecto en su campaña electoral, lo que puede explicar la furia de ciertas élites hacia su persona, ya que muestra el lado menos aceptable de la dominación global del sistema financiero anclado en el chantaje del dólar y de Wall Street al resto del mundo.

En los hechos, EEUU ya no cuenta con la posibilidad de negociar algo que funcione como lo hacía el petrodólar, que en 1971 le permitió al presidente Nixon anunciar la suspensión de la convertibilidad del billete estadounidense en oro. Sin aquel apoyo de la monarquía saudí, que sostuvo la cotización y el comercio del petróleo en dólares, el billete verde no se habría mantenido casi medio siglo como referencia mundial sin competencia alguna.

Lo que anuda ambas cuestiones son dos hechos centrales y cada día menos discutibles. Por un lado, la evidente erosión de la hegemonía estadounidense. Respecto al dólar, la pregunta que todos se hacen es cuándo dejará de ser la moneda de reserva universal, porque es consenso que ese día llegará aunque nadie puede precisar cuándo.

Por otro, la crisis de confianza en los EEUU como gran potencia que no admitía contestación, por lo menos en el llamado mundo occidental, ha entrado en su fase final. En las relaciones internacionales, cada vez son más los países que se atreven a desafiarla, incluso en el terreno militar. Lo que viene sucediendo desde comienzos de la década de 2000, una serie ininterrumpida de fracasos político-diplomático-militares,  es el signo de los tiempos.

Lo único novedoso que aporta la presidencia de Trump, es que la fractura interior se ha hecho visible y se ha convertido en una suerte de “fractura expuesta” que deja en evidencia la decadencia imperial y que ya no es reversible, como lo muestran los datos sobre desigualdad y deuda.

Nos guste o no nos guste el actual inquilino de la Casa Blanca, tiene la virtud de que ya no puede ocultar que el caos por el que atraviesa el sistema mundial ha anidado en la mayor potencia económica y militar del planeta. Con todos los riesgos que eso implica para la humanidad.

Raúl Zibechi

Raúl Zibechi: Periodista e investigador uruguayo, especialista en movimientos sociales, escribe para Brecha de Uruguay, Gara del País Vasco y La Jornada de México.

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