La doctrina Trump: Hacer que las armas nucleares vuelvan a ser utilizables
Normalizar la bomba atómica
Introducción de Tom Engelhardt
Cuando habló de la situación en la península coreana, pronosticó “la mayor masacre”. Más tarde, en conexión con la situación en Corea, solicitó que 34 armas nucleares estuviesen disponibles para un posible uso inmediato. Unos días después declaró que había pensado en lanzar entre “30 y 50 bombas atómicas tácticas” y sugirió que dejaría un “cinturón de cobalto radiactivo” con “una vida activa de entre 60 y 120 años” en el extremo norte de Corea. No, no fue el presidente “Fuego y Furia”, ni esto formaba parte de la actual crisis con el “Hombre Cohete”.
Corría 1950, la guerra de Corea estaba en camino y la persona en cuestión era el general Douglas MacArthur quien, en términos de megalomanía y egolatría, seguramente era el Donald Trump de su tiempo. El general no solo se la tenía jurada a los coreanos sino también a un demócrata llamado Harry Truman, un presidente que, finalmente, actuaría como un comandante en jefe debía hacerlo. En una acción profundamente impopular en ese momento, destituiría a su comandante en el frente (a quien había apodado “Señor Prima Donna”) solo para ver a un MacArthur de regreso a casa en un desfile triunfal en Nueva York (3.000 toneladas de trozos de papel arrojados desde las ventanas) presenciado por siete millones de ovacionantes espectadores.
Más adelante, la guerra de Corea continuó hasta llegar a un empate sin que se usaran bombas atómicas, ni cinturones de cobalto ni cualquier otra cosa que podría haber conducido a una conflagración nuclear global debido en parte a que hubo un presidente capaz de ponerle freno a un general excedido. Casi tres cuartos de siglo más tarde, la cuestión –en la misma península y el mismo tipo de armas– es: ¿quien podrá poner freno a un presidente que se muere de ganas de usarlas y es la “única autoridad” para hacerlo? Estamos hablando de un hombre que en la campaña presidencial de 2016, cuando se hablaba de armas nucleares, se preguntó ¿para qué las “fabricaríamos” si no tuviéramos intención de usarlas?
En este mismo momento, el Congreso está explorando la cuestión de qué se puede hacer, en todo caso, para contener a ese presidente, un hombre que en tanto miembro de su partido sugirió que podía poner a Estados Unidos “en el camino de una Tercera Guerra Mundial”. Sin embargo, son pocos los congresistas capaces de alimentar alguna esperanza de que se contenga los poderes presidenciales en la cuestión nuclear; esto significa que lo único que se interpone entre un “inestable” comandante en jefe y un arsenal nuclear que no se utiliza desde agosto de 1945 podrían ser las propias fuerzas armadas de Estados Unidos; para decirlo de otro modo, un equipo educado sobre todo para obedecer las órdenes del comandante en jefe.
Es este el escalofriante contexto sobre el que se posa la mirada de Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch: el impulso –tanto del presidente Trump como de las figuras clave del Pentágono– para normalizar las armas nucleares como herramienta básica de guerra del arsenal de EEUU. Solo imaginemos qué puede significar esto, conocido el afán de Donald de hacer que este tipo de armamento sea cada vez más “utilizable”, una palabra que le deja a uno sin habla.
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Hacer que las armas nucleares vuelvan a ser utilizables
Tal vez el lector pensaba que el arsenal nuclear de Estados Unidos, con sus miles de bombas capaces de destruir una ciudad entera, sus ojivas termonucleares potencialmente destructoras de civilización, era lo bastante grande como para disuadir a cualquier adversario imaginable de que atacara a este país con sus propias armas nucleares. Bueno, pues resulta que usted estaba equivocado.
El Pentágono ha estado preocupando con el argumento de que el arsenal no es todo lo intimidante que debería ser. Después de todo –sostiene–, el arsenal está lleno de armas viejas (posiblemente poco fiables) de tanto poder destructivo que quizá –solo quizás– incluso el presidente Trump podría ser reacio a emplearlas si un enemigo utilizara armamento nuclear más pequeño, menos catastrófico en algún enfrentamiento futuro (si llegado a este punto no está usted sintiendo un ligero cosquilleo de preocupación, debería estar sintiéndolo). Mientras se dice que esto hará más improbables los ataques nucleares, es muy fácil imaginar que esas nuevas armas y sus planes de lanzamiento podrían en realidad aumentar el riesgo –en un momento de tensión– de recurrir tempranamente al armamento nuclear, y su correspondiente calamitosa escalada posterior.
Que el presidente Trump haría todo lo necesario para que el arsenal nuclear estadounidense sea más utilizable no debería sorprender a nadie, dado su enamoramiento por las demostraciones de abrumador poder bélico (se puso muy contento cuando, en el pasado abril, uno de sus generales ordenó que se utilizara por primera vez en Afganistán la más potente bomba convencional [no nuclear] estadounidense). En el entorno de la doctrina nuclear existente, tal como fuera formulada por la administración Obama en 2010, este país solo usaría armas nucleares “en circunstancias extremas” para defender los intereses vitales de EEUU o de sus aliados. La posibilidad de emplearlas como instrumento de coacción política con países débiles está explícitamente prohibida. Sin embargo, para Donald Trump, un hombre que ya ha amenazado a Corea del Norte que desencadenaría “fuego y furia como el mundo jamás ha visto”, ese enfoque es demasiado restrictivo. Da la impresión de que él y sus asesores quieren unas armas nucleares que puedan usarse en cualquier nivel posible de conflicto entre grandes potencias o blandirlas como el apocalíptico equivalente de un gigantesco garrote para intimidar a los rivales más débiles.
Hacer que el arsenal nuclear de Estados Unidos sea más utilizable requiere dos cambios en la política nuclear: modificar la doctrina existente para eliminar las restricciones conceptuales acerca de cómo deben desplegarse en tiempos de guerra y autorizar el desarrollo y la producción de una nueva generación de armas nucleares capaces de, entre otras cosas, golpear en situaciones bélicas tácticas. Se supone que todo esto ha sido incorporado en la primera revisión de la posición nuclear (NPR, por sus siglas en inglés) de la actual administración, que será hecha pública a finales de este año o principios de 2018.
Su contenido exacto no se conocerá hasta ese momento; incluso entonces, el público estadounidense solo tendrá acceso a una versión muy reducida de un documento mayormente confidencial. Aun así, algunos aspectos de la NPR ya son muy conocidos a partir de los comentarios del presidente y sus generales de más alto rango. Una cosa está clara: las restricciones en el uso de ese armamento ante una posible arma de destrucción masiva de cualquier tipo, más allá de se capacidad destructiva, serán eliminadas, y el arsenal nuclear más poderoso del planeta lo será todavía más.
Modificación del modo de pensar lo nuclear
Es probable que la orientación estratégica proporcionada por la nueva NPR de la administración tenga consecuencias de largo alcance. Tal como escribió John Mansfield, ex director del Consejo de la Seguridad Nacional para el control y la no proliferación de armas, en un número reciente de Arms Control Today, el documento afectará al “modo en que Estados Unidos, su presidente y su capacidad nuclear son vistos tanto por sus aliados como por sus enemigos. Y lo que es más importante: la revisión establece una guía para las decisiones que sostienen la gestión, el mantenimiento y la modernización del arsenal nuclear e influencia la manera en que el Congreso vea y financie las fuerzas nucleares”.
Con esto en mente, consideremos la orientación formulada por la revisión de la posición nuclear de la era Obama. Dada a conocer en un momento en que la Casa Blanca estaba impaciente por restaurar el prestigio de Estados Unidos tras la muy condenada invasión de Iraq ordenada por George W. Bush y apenas seis meses después de que al presidente le fuera concedido el premio Nobel por su expresa determinación de abolir ese tipo de armas, convirtió la no proliferación en su principal objetivo. En este proceso, se quitó importancia a la utilidad del arma nuclear en prácticamente cualquier circunstancia en cualquier situación bélica imaginable. Su principal objeción, sostenía, era reducir “el papel de las armas nucleares de Estados Unidos en la seguridad nacional de este país”.
Como por ejemplo puntualizaba el documente, la política estadounidense había contemplado alguna vez el empleo de armas nucleares contra las formaciones de tanques de la URSS en un conflicto importante en Europa (una situación en que se creía que la URSS aventajaba a EEUU en fuerzas convencionales, es decir, no nucleares). Por supuesto, para 2010, hacía mucho tiempo que esos días habían pasado, como también la propia Unión Soviética. Washington, como señalaba la NPR, en ese momento contaba con una abrumadora ventaja también en armamento convencional. “Por lo tanto”, terminaba, “Estados Unidos continuará reforzando su capacidad bélica convencional y reducirá el papel de las armas nucleares en la disuasión de ataques no nucleares.”
Una estrategia nuclear que apunte exclusivamente a disuadir el primer golpe contra este país o sus aliados no requiere un gigantesco stock de armamento. Por lo tanto, ese enfoque abrió el camino hacia posibles reducciones aun mayores del arsenal y condujo a la firma –en 2010– de un nuevo tratado Start con los rusos, que obligaba a una drástica disminución del número de ojivas nucleares y plataformas de lanzamiento. Cada lado debía limitarse a 1.550 ojivas y alguna combinación de 700 sistemas de lanzamiento, entre ellos los misiles balísticos intercontinentales (ICBM, por sus siglas en inglés), misiles balísticos lanzados desde submarinos (SLBM, por sus siglas en inglés) y bombarderos pesados.
Sin embargo, ese enfoque nunca cayó bien en algún sector del establishment militar y ciertos grupos de presión. Los críticos enrolados en esta línea han señalado a menudo supuestos cambios en la doctrina militar de Rusia que sugerían una mayor inclinación por la utilización de armas nucleares en un importante enfrentamiento bélico con la OTAN, si las cosas empezaban a torcerse para los rusos. Tal “disuasión estratégica” (una expresión que tenía significados distintos para los estrategas rusos y sus pares occidentales) podía dar como resultado el empleo de explosivos nucleares “tácticos” de baja intensidad contra sitios fortificados del enemigo si las fuerzas rusas en Europa estuvieran al borde de una derrota. En qué medido esta doctrina sigue estando vigente en el pensamiento de las fuerzas armadas rusas, en realidad nadie lo sabe. Sin embargo, es citada habitualmente por quienes en Occidente creen que la estrategia nuclear de Obama es peligrosamente anticuada y que invita a que Moscú confíe en el armamento nuclear
Como de costumbre, esas quejas fueron aireadas en Seven Defense Priorities for the New Administration (Siete prioridades de Defensa para la nueva administración), un informe del Consejo de ciencias de la defensa (DSB, por sus siglas en inglés), un grupo asesor financiado por el Pentágono que informa a la secretaría de Defensa. “El DSB todavía no se ha convencido”, concluía, “de que quitarle importancia a la disuasión nuclear de este país haría que otros países hicieran lo mismo.” Entonces, señalaba la supuesta estrategia rusa de amenazar con la utilización de ataques tácticos de baja intensidad para disuadir una ofensiva de la OTAN. Mientras muchos analistas occidentales cuestionaban la autenticidad de esas afirmaciones, el DSB insistía en que Estados Unidos debía desarrollar un armamento similar y dejar sentado que estaba preparado para usarlo. Tal como ponía el informe, Washington necesitaba “una fuerza nuclear más flexible, una que pudiera –si era necesario– producir rápidamente una opción nuclear a la medida para uso limitado si las opciones existentes –convencionales o nucleares– demostraran que fueran insuficientes”.
Hoy en día da la impresión de que este tipo de pensamiento es el que anima los enfoques que la administración Trump tiene de las armas nucleares y se refleja en los frecuentes tweets del presidente en relación con esta cuestión. Por ejemplo, el 22 de diciembre del año pasado, tuiteó: “Estados Unidos debe reforzar y ampliar mucho su capacidad nuclear hasta que el mundo se sensibilice en relación con lo nuclear”. A pesar de que no elaboró –era Twitter, después de todo–, su enfoque refleja claramente tanto la posición del DSB como la que sin duda le tranmiten sus asesores.
Poco después, mientras el recién instalado comandante en jefe Trump firmaba un memorándum presidencial con instrucciones al secretario de Defensa para que acometiera una revisión de la posición nuclear que asegurara “que la disuasión nuclear de Estados Unidos es moderna, enérgica, resiliente, preparada y del todo adaptada para disuadir las amenazas del siglo XXI y tranquilizar a sus aliados”.
Por supuesto, todavía no conocemos los detalles del próximo NPR de la era Trump. Sin embargo, arrojará al cubo de la basura el punto de vista de Obama y promoverá un papel mucho más fuerte para las armas nucleares, como también la construcción de ese “arsenal” más flexible, capaz de aportar al presidente una multiplicidad de opciones de ataque, entre ellos los de baja intensidad.
Mejorar el arsenal
Seguramente, la primera revisión de la posición nuclear –o NPR– de la era Trump potenciará sistemas de armas nucleares pensados para proporcionar a los altos mandos un mayor “abanico” de opciones de ataque. Se piensa que la administración favorecerá particularmente la adquisición de “explosivos nucleares tácticos de baja intensidad” y, junto con ellos”, aún más plataformas de lanzamiento, incluyendo los misiles de crucero lanzados desde aviones o desde tierra. Es previsible que el argumento que se maneje sea que los explosivos de este tipo son necesarios para compensar los avances de Rusia en este terreno.
Según quienes tienen información de dentro, se está considerando el desarrollo de una especie de explosivos tácticos que podrían, digamos, hacer polvo un puerto importante o unas instalaciones militares, en lugar de una ciudad, como ocurrió con Hiroshima. Tal como un desconocido funcionario del gobierno escribió en una nota publicada por Politico, “Esta capacidad está muy garantizada”. Otro agregó: “La [NPR] debe preguntar de forma creíble a las fuerzas armadas qué necesitan para disuadir a un enemigo” y si acaso las armas convencionales “serían útiles en todos los escenarios que nosotros prevemos”.
Tened presente que, durante la administración Obama (con todo su discurso de abolición del arma atómica), la planificación y el diseño de una “modernización” –un trabajo de varias décadas con un costo adicional de un billón de dólares– del arsenal nuclear estadounidense ya habían sido acordados. Entonces, si hablamos del armamento real, la versión Donald Trump de la era nuclear ya estaba bien encaminada antes de que accediera al Despacho Oval. Y, por supuesto, Estados Unidos ya posee varios tipos de ojivas nucleares que pueden ser modificadas –el término es “bajar” (por moderar)– para conseguir una explosión de unos pocos kilotones (es decir, más débil que la de las bombas lanzadas contra Hiroshima y Nagasaki). Sin embargo, esto parece ser insuficiente para quienes proponen explosivos nucleares “a la medida”.
Una plataforma de lanzamiento adecuada para esta futura arma nuclear, que probablemente reciba rápida aprobación, es el misil de crucero de largo alcance LRSO, un avanzado misil de difícil detección lanzado desde un avión que ha sido diseñado para ser transportado por el bombardero B-2, descendiente del antiguo B-52, o el futuro B-21. Tal como se prevé actualmente, el LSRO será capaz de llevar tanto una ojiva nuclear como una convencional. En agosto, la fuerza aérea asignó 900 millones de dólares –Raytheon y Lockheed Martin– para el diseño inicial de sendos prototipos de esa plataforma de lanzamiento; probablemente, uno de ellos sea elegido para desarrollarlo plenamente, una iniciativa que se supone costará muchos miles de millones de dólares.
Quienes critican el misil propuesto, entre ellos el ex secretario de Defensa William Perry, sostienen que Estados Unidos ya tiene más que suficiente potencia de fuego atómico para disuadir ataques enemigos sin ese misil. Además, como él señala, si en los primeros estadios de un conflicto bélico el LRSO fuera lanzado con una ojiva convencional, un adversario podría suponer que es atacado con armas atómicas y contraatacar en consecuencia y desencadenar una espiral de intensificación que conduciría a una guerra termonuclear total. Sin embargo, quienes lo defienden juran que lo “anticuados” misiles de crucero deben ser reemplazados de modo de dotar al presidente de más flexibilidad en ese tipo de armas, una lógica seguramente abrazada por Trump y sus asesores.
Un mundo listo para lo nuclear
Indudablemente, la publicación de la próxima revisión de la posición nuclear provocará un debate sobre si el país cuyo arsenal nuclear es tan importante que puede destruir varios planetas como la Tierra de verdad necesita nuevas armas atómicas, que podrían –entre otros peligros– disparar una futura carrera armamentística de alcance mundial. En noviembre, la oficina presupuestaria del Congreso (CBO, por sus siglas en inglés) dio a conocer un informe que señalaba que el costo mínimo probable de renovar las tres ramas de la tríada nuclear de Estados Unidos (los misiles balísticos intercontinentales, los misiles disparados desde submarinos y los bombarderos estratégicos) en un lapso de 30 años llegaría a los 1,2 billones de dólares. Esta estimación no tiene en cuenta la inflación ni los acostumbrados sobreprecios; si estos fueran considerados, ese guarismo ascendería a los 1,7 billones.
Las preguntas que surgen sobre el costo y la utilidad de esa renovación son las piezas menos importantes del nuevo puzzle nuclear. En su núcleo está la mismísima idea de “utilizabilidad”. Cuando el presidente Obama insistía en que las armas nucleares no se podían usar en el campo de batalla, no estaba hablando solo de EEUU sino de todos los países. En 2009, para acabar con el pensamiento de la Guerra Fría, declaraba en Praga: “reduciremos el papel de las armas nucleares en nuestra estrategia de seguridad nacional e instaremos a los demás a que hagan lo mismo”.
No obstante, si la Casa Blanca de Donald Trump abraza una doctrina que acorte la distancia entre las armas nucleares y las convencionales, hacer que las primeras sean instrumentos coercitivos y bélicos más utilizables, también hará que, por primera vez en décadas, la probabilidad de entrar en una espiral que lleve a la exterminación termonuclear sea más imaginable. Por ejemplo, he aquí una cuestión: que esa postura podría animar a que otros países con armas nucleares –entre ellos Rusia, China, India, Pakistán y Corea del Norte– hagan planes para un uso anticipado de ese armamento en conflictos futuros. Incluso podrían alentar a algunos países que hoy no lo tienen piensen en producirlo.
Sin la amenaza cotidiana del Armagedón, la preocupación por la bomba atómica se diluiría y acabarían las críticas. Desgraciadamente, el armamento y las empresas que lo fabricaron continúan estando presentes. En este momento, mientras la aparentemente amenazada zona libre de una era posnuclear está acercándose a su fin, la posibilidad del uso de las armas nucleares –casi inconcebible incluso en los tiempos de la Guerra Fría– está a punto de ser normalizada. O al menos, ese sería el caso si, una vez más, los ciudadanos de este planeta no salen a la calle para manifestarse contra un futuro en el que las ciudades podrían convertirse en ruinas humeantes y millones de personas podrían morir de hambre y de alguna enfermedad provocada por la radiación.
Michael T. Klare
Michael T. Klare: Colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de Paz y Seguridad Mundial en el Instituto Hampshire y autor de 14 libros, entre ellos el más reciente The Race for What’s Left. En estos momentos, está acabando de escribir All Hell Breaking Loose, un libro centrado en el cambio climático y la seguridad nuclear de Estados Unidos.
Artículo original en inglés:
The Trump Doctrine: Making Nuclear Weapons Usable Again, publicado el 16 de noviembre de 2017.
Traducido por Carlos Riba García para Rebelión.
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