La gestión de áreas protegidas es prioridad latinoamericana para 2023

La deforestación, junto con los incendios, reduce los bosques de la región, expande la frontera agrícola, reduce el hábitat de los pueblos indígenas y de las especies animales de vida silvestre, destruye fuentes de agua y lleva más enfermedades a las áreas pobladas.

CARACAS – La prioridad ambiental para América del Sur en 2023 puede resumirse en la gestión de sus áreas protegidas terrestres y marinas, junto a los desafíos de la economía extractivista y del tránsito hacia una economía verde con atención prioritaria a las poblaciones más vulnerables.

Esa gestión “debe ser efectiva, participativa y de justicia ambiental y climática, con protección para el entorno y los activistas ambientales e indígenas” dijo a IPS la bióloga Vilisa Morón, presidenta de la Sociedad Venezolana de Ecología.

América Latina y el Caribe alberga casi la mitad de la biodiversidad del mundo, 60 % de la vida terrestre y suma más de 8,8 millones de kilómetros cuadrados de zonas protegidas, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.

Resulta así la más protegida del mundo, y esa cobertura es mayor que la superficie total de Brasil o la suma de los territorios continentales de Argentina, México, Perú, Colombia, Bolivia y Paraguay, de mayor a menor. Los líderes en porcentaje de territorio protegido son los departamentos franceses de ultramar y Venezuela.

El segundo gran desafío ambiental en la región para 2023 y los años siguientes está en las economías extractivistas, a contravía de la responsabilidad que la región tiene ante el planeta como gran reserva de biodiversidad.

“Basta de egos, Necesitamos líderes probos, que no se dejen engatusar por el poder. Hay países nuestros en los que una concesión minera se otorga en tres semanas y los estudios para un área natural protegida se demoran cinco años”: Constantino Aucca.

Es la minería de metales en la región de los Andes, el macizo guayanés y la Amazonia, y de hidrocarburos en la mayoría de los países sudamericanos y México.

Ese extractivismo, más la deuda en la mayoría de los países por la contaminación –en las zonas urbanas y en los ríos y otras fuentes de agua dulce- pesa como una losa para el tránsito de la región hacia una economía verde que, de manera cíclica, replantea como un reto la gestión de las áreas, sostiene Morón.

Otras heridas punzantes para la defensa del ambiente en la región son la destrucción del hábitat, de los medios de vida y de las culturas de los pueblos indígenas, y el asesinato de líderes y activistas ambientales.

Imagen de un campamento minero en busca de oro junto a un río en territorio yanomami, pueblo milenario que habita en el extremo sur de Venezuela y norte de Brasil. El extractivismo en procura de minerales preciosos e hidrocarburos es un severo problema en la Amazonia. Foto: Rogério Assis / Instituto Socioambiental

Deforestación, problema vital

Un aspecto esencial en América Latina, y en particular en América del Sur, es la deforestación, el ataque y extinción de áreas de bosques para dedicarlos a cultivos, y a ganadería, o como consecuencia de la explotación minera.

Según el informe “Amazonia Viva 2022”, del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, en inglés), 18 % de los bosques amazónicos se ha perdido por completo, otro 17 % está degradado y en el primer semestre de 2022 el daño seguía creciendo.

La pérdida del bioma amazónico puede afectar directamente los medios de subsistencia de 47 millones de personas que viven en esa región repartida entre ocho naciones, incluyendo 511 grupos indígenas diferentes (con más de un millón de individuos), así como a 10 % de la biodiversidad del planeta, indicó el WWF.

En la quinta Cumbre Amazónica de Pueblos Indígenas, realizada en septiembre de 2022 en Lima, la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (Raisg) presentó “Amazonia contra reloj”, un diagnóstico sobre cómo proteger hacia 2025 a 80 % de esa ecorregión que aún no se ha perdido.

Brasil es el foco principal en esa deforestación, porque tiene 62 % de la superficie amazónica y porque la tala de bosques para abrir espacio a la agricultura y la ganadería –más la devastación que causan los incendios- reduce velozmente la superficie boscosa.

Indígenas protestan en el estado de Pará, en el norte de Brasil, contra las empresas que expanden la frontera agrícola para luego elaborar biocombustibles, en perjuicio de las tierras que desde tiempo ancestral han ocupado los pueblos originarios. Foto: Karina Iliescu / Global Witness

Por ello el universo ambientalista respiró con alivio el primero de enero, cuando el líder de izquierda moderada Luiz Inácio Lula da Silva remplazó en la presidencia de Brasil al ultraderechista Jair Bolsonaro, quien hacía oídos sordos a los llamados para contener la deforestación y favorecía la expansión de la frontera agrícola.

Brasil “ha demostrado que es posible reducir la deforestación con políticas claras”, dijo  el investigador Paulo Barreto, cofundador del Instituto del Hombre y el Medio Ambiente del Amazonas (Imazon), con sede en la ciudad  de Belém do Pará, en el norte de ese país, desde la que habló con IPS.

Barreto es de quienes apuestan por una buena gestión de la ministra de Ambiente designada por Lula, Marina Silva, quien ya ejerció ese cargo con el mismo presidente entre los años 2003 y 2008.

Entre las políticas necesarias y que desafían la agenda ambiental, según Barreto, está la aplicación de las leyes protectoras y, al mismo tiempo, atender el tema social y económico que representan medio millón de pequeños propietarios con explotaciones agropecuarias en la Amazonia y el Cerrado.

El Cerrado es un bosque más abierto, que se extiende sobre 1,9 millones de kilómetros cuadrados al este de la cuenca amazónica.

Según el experto, políticas orientadas a la reforestación y recuperación del bosque “pueden ser parte de la solución en la generación de empleos y de renta, si por ejemplo se paga por la deforestación evitada”, una iniciativa que en su opinión es capaz de recabar recursos de cooperación internacional.

Barreto ve con buenos ojos la iniciativa del presidente colombiano Gustavo Petro para que se active en la región un nuevo fondo y nuevos programas de cooperación para salvar la selva amazónica, sobre la base de la extensa experiencia acumulada.

Campesinos de los Andes peruanos acompañan con expresiones culturales sus labores de reforestación y cuidado de los recursos vegetales y fuentes de agua. Foto: Ecoan

Palabras y minería

El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) sostiene que la restauración de 20 millones de hectáreas de ecosistemas degradados en la región podría generar 23 000 millones de dólares en beneficios en 50 años.

El biólogo peruano Constantino Aucca observa el lado crítico: “En nuestros países y en general en el mundo falta voluntad política para proteger y recuperar nuestras áreas naturales. Hace falta más acción y menos palabras”, dijo a IPS desde Nueva York, donde se encontraba temporalmente.

Aucca fue distinguido en noviembre con el premio Campeones de la Tierra, el máximo galardón ambiental que otorga Naciones Unidas, como reconocimiento a 35 años de labores de restauración de bosques altoandinos en 15 reservas naturales de Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador y Perú.

La Asociación de Ecosistemas Andinos que lidera ha dirigido la siembra de tres millones de árboles en Perú y otros tantos en países vecinos, pero Aucca insiste en que “hace falta mucho más. Se nos viene encima el cambio climático con mucha fuerza y los Andes ya están en rojo”.

“Basta de egos, Necesitamos líderes probos, que no se dejen engatusar por el poder. Hay países nuestros en los que una concesión minera se otorga en tres semanas y los estudios para un área natural protegida se demoran cinco años”, puntualizó.

La minería, desordenada e ilegal como en la búsqueda de oro en el sur de Venezuela, este de Colombia y norte de Brasil, es otro de los desafíos ambientales en la región, donde se combina la destrucción del entorno natural –hábitat de pueblos originarios- con la contaminación de aguas y suelos, recordó Morón.

Además, con la presencia de actores armados irregulares, como grupos de garimpeiros (mineros ilegales) de Brasil, “sindicatos” delincuenciales de Venezuela o remanentes de las guerrillas y otras formaciones ilícitas de Colombia.

Morón subraya que esa actividad, favorecida por la debilidad institucional en la región, más la de la industria de hidrocarburos presente en la mayoría de las naciones sudamericanas, es una constante fuente de pasivos ambientales y sociales.

Sequía, crimen e indígenas

En Argentina, tres años de sequía en la mayor parte del territorio han golpeado severamente a su endeudada economía y a las cuentas públicas, a lo que se suman en el período más de 6700 incendios que afectaron unos 2,3 millones de hectáreas.

Es un tema imperativo para ese país que es potencia mundial en producción de alimentos y de cuya exportación dependen en gran medida su economía y el abastecimiento de sus clientes en Brasil, Estados Unidos y Asia oriental.

Un grave problema regional es el asesinato de defensores de los derechos humanos y, entre ellos, de activistas por los derechos ambientales y de los pueblos indígenas.

De los 1733 asesinatos de activistas ambientales que ocurrieron entre 2012 y 2021 en todo el mundo, 68 % correspondieron a América Latina y el Caribe, y Colombia fue entre 2020 y 2021 el país más fatídico, con 33 de los 200 crímenes registrados en ese lapso por la organización Global Witness.

En ese sentido es clave el Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, conocido como Acuerdo de Escazú porque se adoptó en esa ciudad de Costa Rica en marzo de 2018.

El acuerdo, firmado por 25 Estados y ratificado por 14, busca asegurar “medidas adecuadas y efectivas para reconocer, proteger y promover todos los derechos de los defensores de los derechos humanos en asuntos ambientales, incluidos su derecho a la vida, integridad personal, libertad de opinión y expresión”.

Los consultados coincidieron finalmente en la necesidad de privilegiar a los pueblos indígenas y comunidades locales en toda la gestión ambiental pendiente en la región, pues su hábitat está en juego de manera directa y en el corto plazo.

Constituye, además, una manera efectiva de cuidar el territorio y atender la deuda social que ha acompañado a las muchas décadas de degradación ambiental.

Humberto Márquez

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