La guerra y España

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He terminado de leer un opúsculo sobre las reflexiones acerca de la guerra de dos genios: Albert Einstein y Sigmund Freud. Freud en su papel de pensador y creador del psicoanálisis, y Einsten no como científico, sino como “amigo de la humanidad” al decir de Freud.

Ambos discurren en torno a ese fenómeno antropológico cuyo grado de inevitabilidad es el mismo que el del festejo colectivo; una condena, a la que la sociedad humana está sometida, bien sea por la Naturaleza o por los dioses del universo. La stasis, la división de una polis entre dos grupos rivales y hostiles entre sí por medio de la fuerza, y las heterías, rivalidades entre facciones de aristócratas, aspectos concomitantes de la guerra, forman parte de sus reflexiones…

España sabe mucho de la primera, de la stasis, pues se ha pasado su historia sumida en luchas intestinas, y además ha sido la última nación europea en protagonizar una terrible y duradera guerra civil, ya en pleno siglo XX; guerra, por cierto, cuyos efectos siguen aú n, soterradamente, esclerotizando pr ácticamente todos los episodios y aconteceres que sin apenas reposo tienen lugar en la vida colectiva. Hasta tal punto esto es así, que a menudo hacen a é sta insoportable. Pues sigue sobresaliendo en ella el modo despectivo, desafiante, altanero y prepotente de los descendientes y adictos de aquellos vencedores. Y, paralelamente, el apocamiento de los descendientes y simpatizantes de los vencidos. Apocamiento o retraimiento por el que no se han atrevido hasta ahora ni se atreven a afrontar con decisión las reformas profundas que precisa aquel establishment introducido por sus albaceas tras la muerte del dictador. Un orden de cosas consentido por las condiciones extraordinarias que concurrían, por su carácter transicional pero no para que perdurase para siempre. Primero, porque, habida cuenta aquellas circunstancias y para asentar de una vez por todas la clase de Estado que desee mayoritariamente la nación española, es urgente un refer é ndum que decida entre la forma monárquica del Estado arteramente restaurada en 1978 (que respondía exclusivamente al deseo del dictador), y la República. Segundo, porque aquella parte de la sociedad de los perdedores que representaba y dice representar a la progresía y al futuro, sigue teniendo pendiente la solución, o al menos el aminoramiento de su gravedad, de la oprobiosa desigualdad que, desde el arranque de la transición, prometió superar sin haberlo intentado siquiera todavía. Y tercero, por otra asignatura fundamental pendiente. La de superar el modo claramente tendencioso de impartir en este país los jueces la justicia, tanto la distributiva como la conmutativa. Asuntos capitales los tres, en una democracia estable y que se precie…

En todo caso, volviendo al tema central de la guerra, Einstein, como “amigo de la humanidad” no se explica cómo es posible que masas enteras de población se dejen arrastrar hasta el delirio y la autodestrucción, hasta el odio y el placer de la autodestrucción que llevan a la mentalidad a la “psicosis colectiva”. Para de algún modo evitar la guerra (en ese caso entre Estados) veía precisa la creación de un supraorganismo, que al final tendría que hacer uso de la violencia, tanto para constituir una autoridad central como para instituir un tribunal de justicia que imponga sentencias de forma vinculante. Pero siendo así que, como dice Leopardi en el Zibaldone, el abuso y la desobediencia de la ley pueden ser castigados pero no impedidos por ninguna ley, poco pudo hacer la Sociedad de Naciones desde 1920 a 1946, poco ha podido hacer la ONU después y poco pueden hacer todos los tribunales internacionales para intentar resolver los conflictos sin recurrir a la guerra. Llegado el máximo punto de ebullición, la “psicosis colectiva” siempre acaba desatándose como fatum del ser humano. Y, para Freud, “mientras existan imperios y naciones que estén dispuestos a la destrucción sin miramientos de otros, esos otros deberán estar preparados para la guerra” . La guerra se autoalimenta y se autojustifica en un proceso circular que no se interrumpe. Una antropóloga hizo una propuesta singular: transformar la guerra en un tabú, exactamente como el incesto. Pero ella sabe bien que el tabú precisa del transcurso de tanto tiempo y de factores tan desconocidos, que si el abuso y la desobediencia de la ley no pueden ser impedidos por ninguna ley, menos podrá la guerra acabar en tabú como el incesto…

Freud sólo vivió la primera gran guerra, pero Einstein vivió las dos. Y hay algo a mi juicio fundamental que ni Einstein ni Freud abordan. Me refiero al hecho de que hasta la primera mundial reyes, caudillos y generales estaban presentes en el campo de batalla, expuestos a perder su vida o su integridad a pesar de las precauciones. Pero a partir de la primera gran guerra y hasta hoy, declarada una guerra, ésta es librada por los capitostes desde sus despachos. Y si en las dos grandes guerras los cuerpos de ejército estaban también presentes en el teatro de operaciones, hoy ya ni siquiera eso es necesario hasta el mismísimo momento de la ocupación. Pues hoy, incluso soldados de ínfima graduación, a mil o miles de kilómetros de distancia pueden activar armas que arrasan sin riesgo alguno para ellos, si es preciso a una nación entera. Esta circunstancia no est á presente en las reflexiones de Einstein ni de Freud. No sé si porque no era ese el objeto de su análisis pues complicaría considerablemente su discurrir acerca de la naturaleza profunda de la guerra como fatalidad, o porque a pesar de su genialidad no se percataron de la enorme diferencia entre la guerra de orden cerrado y las “neoguerras”. Para este humilde o no humilde opinador, desde luego no. Pues la simple posibilidad que brinda la circunstancia de zafarse de todo peligro personal puede hacer de la declaración de guerra un juguete de la voluntad de los que mandan, y de la propia guerra un acto de capricho como el de quien empieza en la pantalla un pasatiempo electrónico…

En todo caso, si Francia y demás aliados contra el nazismo, una vez terminada la segunda guerra hubieran ocupado Alemania y permanecido allí cuarenta años; distribuidos sus cónsules por todas las instituciones principales, manteniendo un reducto de carácter religioso de los vencedores que influyese de distintas maneras en la vida pú blica durante medio siglo, ¿podríamos pensar seriamente que Alemania era en absoluto independiente?

Pues éste es el caso de España. No los aliados, no lógicamente ya los vencedores de la guerra civil, sino sus descendientes y adictos copan virtualmente en España los centros neurálgicos del verdadero poder: el compactado por el económico, el judicial y el mediático; siendo el poder político el de menos fuste. De modo que ni la república ha sido posible plantearse cómo opción, ni la catadura del espíritu del vencedor cebándose con el vencido, ni las ideas franquistas han desaparecido por completo en España. Todo lo contrario. Están muy presentes y con gestos “condescendientes” hacia quienes siguen considerando enemigos. Toleraron por ejemplo la Ley de Memoria Histórica, pero enseguida la despojaron de recursos. Y además, con el consentimiento y en ciertos casos con la connivencia política como la que se perfila ahora en un pacto miserable entre los dos partidos principales, de muchos cómplices procedentes de las filas de los que pasaron un día por ser sus adversarios. Y además, con el protagonismo de cardenales y obispos de armas tomar. Y además, con la presencia en la justicia de jueces y magistrados nostálgicos que interpretan las leyes con hermen é utica similar a la de los tiempos de la dictadura. Con una Audiencia Nacional que reverdece el estilo y las pautas del Tribunal de Orden Público franquista y un Tribunal Supremo infectado de magistrados provectos que han heredado la tendencia autoritaria y castrense de quienes les apadrinaron. V é ase sí no, la última sentencia “ filtrada ” del Tribunal Supremo, en relación al asunto catalán.

Tanto es así, que se está consolidando descaradamente un neo franquismo en España. Un modus operandi que, m ás que a una democracia normalizada de nivel, como pretenden los muñidores y afines de la Transición, y por mucho que la momia sea cambiada de lugar, acredita que el sistema organizativo español tiene todavía el formato de un engendro político; un espantajo hecho con la cáscara de una muy d é bil democracia y la pulpa del autoritarismo propio de una dictadura decadente; dictadura reblandecida, pero avivada precisamente para condenar como sedición lo que respondió a una reiterada petición de refer é ndum de los gobiernos sucesivos catalanes a los sucesivos gobiernos españoles, que perfectamente hubieran podido y debido autorizar en base al artículo 149 de la Constitución…

Jaime Richart

Jaime Richart: Antropólogo y jurista.

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