La luna de miel de los generales
O por qué las guerras de Trump deberían parecernos tan familiares
MOAB parece más el nombre de un reino bíblico, incestuoso y desgarrado por la guerra, que el de la bomba GBU-43/B Massive Ordnance Air Blast, apodada “la madre de todas las bombas”. Aun así, concedámosle crédito a Donald Trump. Solo los bombas real, realmente grandes, ya sean los artefactos nucleares de Corea del Norte o la MOAB de casi 9.800 kilos, son las que le llaman la atención. Él ni siquiera estuvo involucrado en la decisión de disparar la mayor bomba no nuclear del arsenal estadounidense en su primera acción bélica, pero sus queridos generales –“tenemos los mejores militares de la Tierra”– ya conocen al hombre para el que trabajan, y para él lo mejor es lo más grande, lo más llamativo, lo más explosivo y lo más decisivo.
Desde luego fue impresionante la imagen en blanco y negro del primer lanzamiento de una MOAB mostrada en Fox News, más que en Afganistán, la que atrajo al presidente. Cuando él estaba visiblemente encantado por todos esos atrayentes misiles de crucero Tomahawk –el equivalente de tres bombas MOAB– zumbando al partir desde la cubierta de los destructores estadounidenses en el Mediterráneo oriental para –como magníficos fuegos de artificio– alcanzar un aeródromo sirio, ¿o en realidad era uno iraquí? “Acabamos de disparar 59 misiles”, dijo el presidente; “todos ellos dieron en el blanco. Algo prodigioso; ya sabéis, después de volar cientos de kilómetros, todos dieron en el blanco, asombroso… Es tan increíble, tan brillante. ¡Genial! Nuestra tecnología, nuestros equipos, son cinco veces mejores que los de cualquiera.”
Digamos que fue emocionante. Que fue toda una explosión. Que fue una escalada. O solo digamos que esto es la era Trump. “Si uno mira lo que pasó en las últimas ocho semanas y lo compara de verdad con lo que pasó en los últimos ocho años, verá una tremenda diferencia, una tremenda diferencia”, comentó él además sobre la bomba MOAB. “Es otra forma de hacer las cosas; una misión muy exitosa.”
De cualquier manera, aquí estamos y, como señalaron muchos de sus críticos, todos los medios y políticos habituales han aplaudido a un presidente con unas grandes… bueno… manos para hacer admirablemente la guerra. En nuestro mundo, esto es lo que ahora se considera “presidencial”. Consideremos esos aplausos como la versión mediática de muchos misiles Tomhawk señalándonos el significado que tendrá para la presidencia Trump la intensificación de las interminables guerras de Estados Unidos.
En estos días, de Siria a Afganistán, de las dos Coreas a Somalia, de Yemen a Iraq, es bastante fácil ver al Comandante en Jefe Dolnald Trump como algo nuevo bajo el sol (cuándo él dice “¡Disparados los misiles!” suena diferente). Ese ataque misilístico en Siria ha sido el primero (Obama no se atrevió); la bomba MOAB en Afganistán ha sido un gran avance; los ataque con drones en Yemen inmediatamente después de asumir el cargo han sido un récord absoluto. En cuanto a esas tropas del ejército regular en marcha hacia Somalia, ¡eso no había pasado en 24 años! Las bajas civiles en la región ¡aumentando extraordinariamente!
Podríamos decir que se trata de una repugnante exhibición de esteroides. En última instancia, parece la muestra del hombre que, siendo candidato a la presidencia, juró que “bombardearía –al Daesh– hasta hacerlo mierda” y que permitiría que las fuerzas armadas volviesen a ganar haciendo justamente eso (como dijo, también en campaña, dando puñetazos en el aire: “¡Los sacudiremos bien! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!”).
Trump ha nombrado a generales en puestos clave de su administración, levantado las restricciones que tenían sus comandantes para actuar en combate (de ahí las cifras cada vez mayores de bajas civiles) y les ha permitido que manden cada vez más personal militar a Irak, Siria y toda la región; ha quitado las limitaciones que tenía la CIA para realizar asesinatos selectivos con drones y despachado un portaviones a aguas coreanas (acompañado de una fuerza de ataque de tweets y amenazas).
Obviamente, habrá más: seguramente, más tropas –incluso todo un ejército– para actuar en Siria; un posible moderado aumento de tropas en Afganistán (el ataque con la bomba MOAB puede ser visto como una artera señal del comando estadounidense para mostrar las muchas amenazas” que representaría Afganistán a un presidente que no le prestara la debida atención); una intensificación de la campaña aérea en Somalia; esto no es más que el comienzo de lo que sin duda será una lista más larga en una presidencia en la que –sea o no alguna vez reconstruida con éxito la infraestructura civil de Estados Unidos– continuará expandiéndose la bases del complejo militar-industrial.
Institucionalización de la guerra y sus generales
Sobre todo, el presidente Trump hizo algo con decisión: concedió poderes a un conjunto de generales en servicio activo o retirados –James “Perro loco” Mattis como secretario de Defensa; H.R. McMaster, como asesor en seguridad nacional; y John Kelly, como secretario de la Seguridad Interior–, hombres que ya estaban muy implicados en las fracasadas guerras en todo el Gran Oriente Medio. No siendo Trump un tipo a quien le importe los detalles, los dejó para que hagan lo imposible. “Lo que hago es autorizar a mis militares”, les dijo hace poco a unos periodistas. “Les hemos dado autorización total; eso es lo que están haciendo. Francamente, es por eso que han tenido tanto éxito últimamente.”
Mientras se acercan los 100 días* de su presidencia, aún no se ha realizado una evaluación seria de las interminables guerras de Estados Unidos ni de cómo librarlas (ni de cómo terminarlas). En lugar de eso, se ha renovado el compromiso de hacer más de lo ya conocido, más de lo que no ha funcionado en la última década y media. Nadie debería sorprenderse por esto si se tiene en cuenta el elenco de personajes que han ocupado puestos de comando en estas fracasadas guerras y han sido claramente incapaces de pensar en ellas en otros términos que los que han sido indeleblemente grabados en el cerebro de los integrantes del comando superior de las fuerzas armadas inmediatamente después del 11-S.
Esta nueva realidad vigente en nuestro mundo estadounidense debería, a su vez, darnos una vislumbre de la naturaleza de la presidencia de Donald Trump. Debería ser un recordatorio de que por extraños… está bien, extravagantes… que pueden haber sido sus declaraciones, sus tweets y sus acciones; por caótico y familiar [con su esposa, hijos/jas, yernos y nueras entrando y saliendo continuamente de la Casa Blanca] que pueda ser el entorno de su administración; con lo poco que él puede parecerse a quienquiera que hayamos visto antes en la Casa Blanca; Donald Trump es cualquier cosa menos una anomalía de la historia. Todo lo contrario. Al igual que esos generales, Trump es el final de un desastroso proceso, ya se hable del crecimiento de la desigualdad en Estados Unidos como de la emergencia de la plutocracia –sin la cual un presidente milmillonario y su gabinete de multimillonarios habrían sido algo inconcebible– o de la modalidad que la forma estadounidense de hacer la guerra está adquiriendo bajo su mandato.
En lo concerniente con la guerra y las fuerzas armadas de Estados Unidos, nada de lo que pasó habría sido posible sin las dos presidencias anteriores. Nada de eso habría sido posible sin la buena disposición del Congreso para volcar montañas de dinero en el Pentágono y el complejo militar-industrial en los años que siguieron al 11-S; sin el fortalecimiento del estado de la seguridad nacional y sus 17 (sí, ¡nada menos que 17!) entidades de espionaje más importantes hasta hacer de ellas el cuarto poder –extraoficial– del Estado; sin la institucionalización de la guerra como un rasgo permanente (aunque extrañamente distante) de la vida estadounidense, esas guerras en todo el Gran Oriente Medio y regiones de África que evidentemente no se pueden ganar ni perder, solo prolongarlas hasta la eternidad. Nada de esto habría sido posible sin la progresiva militarización de este país, con unas fuerzas policiales cada vez más equipadas con armamento importado de los lejanos campos de batalla de Estados Unidos y llenas de veteranos de esas mismas guerras; sin los medios poblados de generales retirados y otros ex comandantes que relatan y comentan las acciones de sus sucesores y protegidos; y sin una clase política en Washington de expertos y políticos especializados en la veneración de las fuerzas armadas.
En otras palabras, sea cual sea el aspecto que pueda tener el Donad Trump original, es la curiosa culminación de vejas noticias y un país cambiante. Con todas sus bravatas y jactancias nos es fácil olvidar la extremada militarización que le precedió.
Después de todo, no fue Donald Trump quien tuvo el desmedido orgullo de –en la estela del 11-S– declarar la “Guerra Global Contra el Terror” contra 60 países (el “lodazal” que debía desecarse en ese entonces). No fue Donald Trump quien fabricó falsa información de inteligencia sobre las armas de destrucción masiva que supuestamente poseía o producía el Iraq de Saddam Hussein o la falsedad de las conexiones del dictador con al-Qaeda, ni quien utilizó ambas mentiras para embarcar a Estados Unidos en una guerra y una ocupación de ese país. No fue Donald Trump quien invadió Iraq (da lo mismo si en ese momento él estaba a favor o en contra de la invasión). No fue Donald Trump quien se puso una cazadora de vuelo y se plantó sobre la cubierta de un portaviones frente a la costa de San Diego para declarar personalmente que las hostilidades en Iraq habían acabado del mismo modo como habían empezado, todo eso debajo de una estúpida pancarta (preparada por la Casa Blanca) que ponía “Misión cumplida”.
No fue Donald Trump quien ordenó a la CIA que secuestrara a los sospechosos de terrorismo (entre ellos, algunas personas totalmente inocentes) en ciudades y zonas casi despoblabas de todo el mundo y las trasladara a prisiones en el extranjero o a sus clandestinos “sitios negros” donde pudiera torturarlos. No fue Donald Trump quien hizo que un sospechoso de terrorismo tuviera que sufrir 83 veces en un mes la sensación de ahogarse (aunque es cierto que se inspiró en los informes de esas torturas para proclamar que cuando fuese presidente volvería a utilizar esos métodos).
No fue Donald Trump quien presidió durante ocho años los “Martes del terror” en el Despacho Oval, es decir, los encuentros en los que se discutía la “lista de asesinatos” de la semana y en los que el propio presidente ayudaba a elegir las personas que la CIA mataría con drones, empleando lo que en esencia era la fuerza aérea privada del presidente, mientras su jefe era elogiado (o criticado) por su “prudencia”.
No fue Donald Trump quien ordenó la creación de una fuerza secreta de 70.000 hombres de elite muy protegidos en el interior de las fuerzas armadas, un personal dedicado a las operaciones especiales que, en los últimos años, ha sido enviado en misiones realizadas en la gran mayoría de los países del mundo sin el conocimiento, mucho menos el consentimiento, del pueblo de Estados Unidos. Tampoco fue Donald Trump quien se las arregló para hacer crecer el presupuesto del Pentágono en 600.000 millones de dólares y el presupuesto total de la seguridad nacional en algo así como un billón de dólares o más mientras la infraestructura civil de este país envejecía y se deterioraba.
No fue Donald Trump quien perdió aproximadamente 60.000 millos de dólares en el fraude y despilfarro de la “reconstrucción” estadounidense de Iraq y Afganistán, ni quien decidió construir carreteras que iban a ninguna parte y una gasolinera en medio del desierto afgano. No fue Donald Trump quien mandó a la corporación guerrera para que dilapidara en ese país más de lo que se gastó en el Plan Marshall –acabada la Segunda Guerra Mundial– para volver a poner en pie a toda la Europa Occidental. Tampoco ordenó a las fuerzas armadas de Estados Unidos que volcaran por lo menos 25.000 millones de dólares en la reconstrucción, la reconversión y el rearme del ejército iraquí que se vendría abajo en 2014 frente a un número relativamente menor de combatientes del Daesh, o por lo menos 65.000 millones de dólares en el ejército afgano, cuyas filas volverían a llenarse de soldados fantasmas.
Históricamente, Estados Unidos se ha involucrado en una gran variedad de guerras y conflictos. No obstante, en los últimos 15 años, las guerras eternas han sido institucionalizadas y han pasado a ser algo normal en la cotidianidad de Washington que, a su vez, ha sido transformada en la capital de la guerra permanente. En cierto sentido, cuando Donald Trump ganó las elecciones presidenciales y heredó esas guerras y la capital, lo único que quedaba del notable universo de la quiebra política de Washington eran los generales mencionados más arriba.
Como el camaleón que es, rápidamente Trump tomo el color del mundo militarizado al que había accedido y nombró a “sus” tres generales en puestos claves de la seguridad. Aparte de la norma histórica, semejante decisión podría haber parecido una anomalía y ajena a la tradición de Estados Unidos. Sin embargo, eso ha sido así solo porque, al contrario que Donald Trump, la mayor parte de nosotros no nos hemos puesto al día acerca de adónde nos ha llevado en realidad esa “tradición”.
Los dos presidentes anteriores han representado puntualmente el papel del guerrero, vistiendo el atuendo militar –en sus años de presidente, George W. Bush parecía el muñeco del soldado Joe– y saludando a las tropas, mientras los ponía por las nubes, como el pueblo estadounidense estaba también entrenado para hacerlo. Sin embargo, en la era Trump, son los guerreros quienes hacen de presidente.
No es una novedad que Donald Trump es un hombre enamorado de lo que funciona. De ahí que Steve Bannon, su soñado estratega durante la campaña electoral, se dice que ahora esta contra las cuerdas como consejero en la Casa Blanca porque, aparte de promocionarse, nada de lo que ha hecho en los primeros 100 días de la nueva presidencia ha funcionado.
Si pensamos en Trump como un camaleón entre presidentes, buena parte de esto cobra sentido. Un republicano que ha sido demócrata en importantes periodos de su vida, es pensable que, de haberse barajado el naipe político de una manera un poco distinta, podría haber competido por la presidencia en la lista de candidatos demócratas como una versión más indigenista de Bernie Sanders. Trump es un hombre que ha cambiado una y otra vez para encajar con las circunstancias; en el Despacho Oval está haciendo lo mismo una vez más.
En el mundo de los medios es de estilo escandalizarse si el candidato que basó su campaña en un conjunto de temas, al asumir la presidencia –aun abogando por ellos– empieza a apoyar otros bastante diferentes –de la relación con China a los impuestos, de la OTAN al Export-Import Bank–. Pero esto no es nada extraño. Donald Trump no es un político ni alguien que inicie una tendencia. Si es algo, él es un detector de tendencias (del mismo modo, él no creó los shows en vivo de la TV, ni siquiera participo en su nacimiento. Sencillamente, él perfeccionó un formato que ya estaba en boga.
Si el lector solo desea saber dónde estamos en un Estados Unidos que ha estado transitando hacia modelos distintos de sociedad y de forma de gobierno desde hace mucho tiempo, debe observar a Trump. Él no es el creador de algo nuevo, en absoluto; él le dice todo lo que usted necesita saber. En la guerra, también, él debe ser visto como un camaleón. Ahora mismo, en el ámbito nacional, la guerra está trabajando a favor de él; sea lo que sea lo que la guerra pueda estar haciendo en el mundo real, por eso él ama la guerra. De momento, esos generales son ciertamente “suyos”, y sus guerras las que él abraza.
La luna de miel de los generales
Cuando entran en el Despacho Oval, lo normal es que los presidentes gocen de un periodo al que los medios llaman “luna de miel”. Las cosas van bien. Los elogios se suceden. Los índices de aprobación son reconfortantes.
Nada esto consiguió Donald Trump. Sus índices de aprobación bajaron rápidamente al sótano o quizás al refugio atómico; los medios y él están en guerra, y un intento tras otro de dar cumplimiento a sus promesas –de las órdenes ejecutivas sobre deportación a la revocación del Obamacare y la construcción del muro– ha fracasado completamente. Su administración parece estar en un interminable caos, el elenco de personajes cambiando semana a semana o tweet a tweet y son pocos los cargos claves de segunda línea que han sido cubiertos.
Si acaso, en apenas solo un área Donald Trump vivió la prometida luna de miel. Se podría hablar de ella como la luna de miel de los generales. Él les otorgó “autorización total”, y los misiles abandonaron los barcos, los drones despegaron y cayó la bomba gigante. Incluso cuando los resultados fueron desalentadores, si no desastrosos (como en un ataque en Yemen en el que murió un operador especial, varios niños fueron asesinados y no pudo recuperarse nada de valor), aun así él encontró la manera de vivir un muy elogiado momento “presidencial”.
Dicho de otro modo, hasta ahora los generales son los únicos que le aseguran jugar en la liga mayor. Por consiguiente, les ha concedido aún más autoridad para hacer lo que quieran, y al mismo tiempo se arrima todavía más a ellos.
Sin embargo, este es el problema: en todo esto hay un aspecto previsible, un aspecto que no juega en favor de Donald Trump. Las interminables guerras de Estados Unidos que hasta hoy han sido libradas por esos generales y otros por el estilo durante más de 15 años en una vasta franja del planeta –de Pakistán a Libia (e incluso más profundamente en África)– han dado como resultado el caos: países fracasados, conflictos cada vez mayores y proliferación de organizaciones terroristas. No existe una razón para creer que más actos bélicos producirán –una década y media más tarde– otros tantos resultados positivos.
Entonces, ¿qué sucede? ¿Qué pasa cuando se acaba la luna de miel de la guerra y los generales persisten en su forma de combatir? Los dos últimos presidentes aguantaron sus interminables y fracasadas guerras, haciendo lo mejor que pudieron. Es improbable que Donald Trump haga lo mismo. Cuando los elogios empiecen a faltar y a aumentar las críticas, y se comience a hacer preguntas, ¡cuidado!
¿Entonces qué? En un mundo de plutócratas y generales, ¿cuál será el próximo color que adopte Trump? Aparte de Jared e Ivanka, ¿quién quedará?
* El original en inglés de esta nota fue publicado el 23 de abril de 2017. (N. del T.)
Tom Engelhardt
Tom Engelhardt: Cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Artículo original en inglés:
The Chameleon Presidency, publicado el 23 de abril de 2017.
Traducido por Carlos Riba García para Rebelión.
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