La reducción de la jornada laboral sin anteojeras ni prejuicios

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La historia de la reducción de la jornada laboral viene de muy lejos y quizá tiene su hito más importante en el establecimiento de la de ocho horas diarias. Lo quizá poco sabido es que este máximo tiene su origen en la Edad Media, o que se impuso en 1583 por el rey Felipe II a los trabajadores que construían El Escorial y después a los indígenas americanos, por las Leyes de Indias de Carlos II.

La revolución industrial supuso un gran paso atrás y con ella se generalizaron las jornadas de más de quince o dieciséis horas, no sólo en hombres, sino para mujeres e incluso niños.

En 1866, la Asociación Internacional de los Trabajadores definió a la jornada de ocho horas como su reivindicación central y a partir de ahí se llevaron a cabo numerosas huelgas en los países más avanzados para reclamarla. En 1868 se implantó en Estados Unidos, pero apenas se respetó la ley. En 1908, en Inglaterra, más tarde en algunos países de América Latina, en 1917 en Rusia y en 1919 en España, tras la huelga de La Canadiense, una de las más emblemáticas de nuestra historia laboral. Y, a partir de ahí, se han ido estableciendo reducciones sucesivas en algunos países.

Sin embargo, lo que me parece más relevante que hay que destacar cuando se analiza la historia de la reducción de la jornada laboral sin disminución del salario es que el poder establecido, la mayoría de las empresas (salvo las más dinámicas, emprendedoras y capitaneadas por empresarios más inteligentes) y los economistas convencionales se opusieron siempre, con toda su fuerza, a reducirla.

Cuando se discutía aprobar la de ocho horas en Estados Unidos se decía que eso era un “delirio de lunáticos poco patriotas” y que reducir la jornada sin disminuir el salario era “como pedir que se pague por no trabajar”. En España se negoció en estado de guerra y con censura de prensa. Y la última vez que se planteó en España, con el gobierno de Felipe González, la derecha y la patronal volvieron a criticar la medida, como ocurrió en otros países.

Después de tantas décadas de diferentes experiencias de reducción de la jornada laboral se pueden tener algunas certezas, si el asunto no se mira con anteojeras ni prejuicios ideológicos. Desde luego, no es una medida que traiga un desastre ni destruya empleo, como algunos quieren hacer creer. Tampoco es una panacea, pues no es suficiente por sí misma para crear empleo y menos a corto plazo; aunque, a largo, ha sido quizá el factor más decisivo para evitar que el cambio tecnológico haya provocado desempleo masivo. Es un incentivo para conseguir aumentos en la productividad que, a la larga, impulsan a la economía. Sin duda, mejora el bienestar de las clases trabajadoras. Y, además, permite que la renta originaria (la que se genera en el momento de producir los bienes y servicios) se reparta de modo más equitativo, lo que sabemos que beneficia a la economía en su conjunto. Finalmente, se sabe que es tanto más eficaz cuanto mayor grado de acuerdo y cooperación haya entre los agentes sociales; y, al mismo tiempo, tanto más ineficaz cuando menos acompañada esté de otras medidas generales que permitan generar actividad productiva y empleo.

Uno de los errores más flagrantes y dañinos del análisis económico es el de las corrientes liberales que consideran que se crea empleo actuando exclusivamente en el mercado de trabajo, concretamente bajando el salario. Sería un error de semejante naturaleza que las izquierdas crean ahora que basta con reducir la jornada para que aumente el empleo. Hacerlo es, hoy día, una condición imprescindible para que los cambios tecnológicos que se avecinan no produzcan desempleo masivo, pero no basta con ello para crear más y mejor empleo y bienestar. Y menos, cuando la reducción que se propone llevar a cabo es tan moderada como la que se han propuesto poner en marcha en España el PSOE y SUMAR si finalmente consiguen formar gobierno (como se explica muy bien aquí).

Juan Torres López

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