La unión sagrada de los pueblos y culturas de América

El nombre de los Estados Unidos de América contiene todas las esperanzas y contradicciones de nuestro país y del continente americano. La esperanza data de tiempo atrás y se remonta a la Declaración de Independencia, que articuló, por lo menos en términos de su potencial, una forma de gobierno sin precedentes. La esclavitud de los africanos y los ataques en contra de los pueblos indígenas desmintieron aquellas poderosas palabras: “todos los hombres fueron creados como iguales”. No obstante, el poder de esas palabras trascendió las limitaciones de los hombres que las escribieron y resonaron por todo el mundo.

Las contradicciones de Estados Unidos, que hemos enterrado por vergüenza, siguen evitando que alcancemos el potencial de ser grandes en hechos y en palabras.

Si lográramos de verdad estar “unidos” como “Estados”, podríamos cumplir nuestro destino y encontrar la fuerza en la unidad. No obstante, ello nos exigiría reconocer, no solamente las sombras que han acompañado a la brillante luz de la esperanza, sino también la enorme sabiduría que nos dejaron los pueblos indígenas de América, hombres y mujeres que tejieron complejos tapices de la vida y el espíritu, pero que fueron totalmente invisibles para los hombres necios que, desde lejos, dibujaban mapas y vendían montañas, ríos y bosques, como si no fueran más que cosas muertas que se pueden intercambiar porque son “bienes raíces”.

El triste legado de esos pecados del pasado es que, en Estados Unidos, la política y la economía se reducen a un juego de división. La gente está dividida por el uso de símbolos y emblemas que suscitan asociaciones inconscientes; los pueblos se dividen al usar falsas generalizaciones y percepciones equivocadas; la tierra se divide al usar conceptos ajenos, como bienes raíces, fronteras nacionales y derechos de propiedad. La seguridad de la familia y el hogar se distorsiona para que quiera decir el derecho a destruir la naturaleza y la comunidad en búsqueda de ganancias.

Al día de hoy, los “Estados Unidos de América” terminan en el muro militarizado que divide a las dos Coreas, que define de manera precisa hasta el último centímetro en donde un país acaba y otro empieza. Aun siendo muy precisa, esta división no se basa en la experiencia humana y en el mundo natural. No quiere decir nada para el sol y la luna, que han hecho brillar su luz para los diversos países americanos durante cientos de miles de años.

Cuando el sol y la luna se asoman desde lo alto, ven una larga franja de tierra que se extiende entre dos polos, estrechándose hacia la mitad en un delicado istmo. La franja forma un todo exquisito, balanceando las montañas que se yerguen sobre el suelo con aquellas que yacen bajo los océanos.

Bandas continuas de culturas y cadenas de naturales de plantas y animales enlazan América de sur a norte. Los círculos concéntricos de Moray, laboratorio agrícola que desarrollaron los incas para asegurar un futuro sustentable para todos, los vertiginosos templos de Tenochtitlan que los aztecas construyeron para reflejar la unidad entre los cielos y la tierra, las finas comunidades que los karitiana erigieron en la selva prístina, la ciudad de Mesa Verde tallada sobre un acantilado por los antiguos indios pueblo son meras muestras de los logros humanos de los americanos, tan diversos y tan exquisitos.

Desde el pico imponente del Monte Aconcagua, el Lago Titicaca refleja los cielos de manera perfecta, mientras que el viento dibuja figuras fantásticas con las dunas de arena del Desierto de Mojave, inspirándonos con el mosaico de la geografía de nuestra América.

En los climas y hábitats americanos, habitan el tití dorado que se balancea en los imponentes árboles del Amazonas, el pingüino de Magallanes que observa serenamente las costas de la Patagonia, el infatigable armadillo que merodea las planicies entre Big Bend Ranch y el Cañón de Santa Lena, mucho tiempo antes de que nadie hubiera dado nombre a esos lugares.

En las populosas ciudades americanas, los obreros que hablan español, inglés y otras lenguas tienen mucho más en común de lo que a primera vista podrían imaginar. Comparten múltiples experiencias profundas, como el placer de estar con sus hijos por la mañana, las frustraciones del trabajo y la tristeza que dejan las comunidades desgarradas por fuerzas ocultas.

No obstante, hay corrientes subterráneas y fuerzas escondidas que las fronteras no pueden contener. Se trata de los poderes que dibujan y refuerzan las fronteras, para meter en corrales a la gente decente y menuda del norte y del sur, negándoles la libertad que pertenece tanto al cóndor como al águila.

Para servir a sus propios fines, los poderosos controlan los flujos de dinero y de bienes agrícolas, de manufacturas y componentes, de datos e información. Las fronteras no pueden detener estos flujos.

Los poderosos abrevan desde lo hondo de esos flujos de dinero. Quieren que nos separemos y harán todo por pensar que las penurias por las que pasamos son culpa de las familias trabajadoras del sur del continente, que buscan cómo alimentarse, y no de las empresas transnacionales.

Los políticos poderosos, Demócratas o Republicanos, crean fronteras, refuerzan fronteras y militarizan fronteras. Han construido un horrible muro entre Estados Unidos y México. Hacen ganar fortunas a sus amigos, al vaciar concreto donde antes había huizaches y nopales.

¿Para quién son las fronteras?

Las fronteras nos encierran y aprisionan. También construyen muros en nuestros barrios, muros en torno a sus mansiones y comunidades exclusivas, muros alrededor de las cárceles privadas y los campos de detención, donde abusan de nosotros.

Es triste, pero muchos en Estados Unidos piensan que lo que sucede con la gente de descendencia hispana no tiene nada que ver con ellos. No podrían estar más equivocados.

Lo que se ha hecho en los campos con los inmigrantes en los últimos años no es sino una pequeña prueba de lo les depara a los obreros de EU. El tiempo ha llegado para que los estadunidenses se den cuenta de que tienen más en común con una familia de inmigrantes encerrados que con los multimillonarios.

La gente del sur no emigra hacia el norte porque le guste el frío o porque les agrade el sabor de los alimentos procesados y las hamburguesas en serie. Preferirían vivir en su pueblo y cultivar aquellos campos que sus ancestros labraron durante décadas, antes de que ahí fueran sepultados.

Se ven forzados a partir, dejando atrás a sus amigos y parientes y el paisaje conocido, porque los flujos de capitales a través de las fronteras de manera solapada ayudan a que las empresas despojen a los campesinos de sus tierras, para dedicarlas a una producción destructiva. Las empresas obligan a los campesinos a sembrar semilla que tienen que comprar, usando pesticidas y herbicidas que envenenan la tierra sagrada. Favorecen el exterminio de las selvas majestuosas y, sin importarles el costo humano, fomentan la extracción de recursos naturales del subsuelo.

El petróleo y los metales deberían quedarse bajo tierra, ahí donde están. Hay que dejar en paz a los árboles imponentes.

Somos presa de una búsqueda psicótica de lucro, motivada por fuerzas que se encuentran muy lejos de las selvas y bosques de Latinoamérica. Los bancos de Londres, Hong Kong o Dallas, en busca de ganar dinero rápido para sus clientes, impulsan esta marcha suicida. Nade les importa la naturaleza ni la gente.

Los estadunidenses ignoran los horrores que se desencadenan en el sur, porque unos medios corruptos y decadentes, que son instrumento para el control y arma para el engaño, les ocultan la verdad.

Los estadunidenses se sienten amenazados por quienes se ven obligados a emigrar para trabajar a cambio de una miseria. Sin embargo, si pudieran ver todo lo que tienen en común, sentirían solidaridad hacia esa gente.

En vez de ello, los poderes oscuros les dicen que ellos son el enemigo. Los periódicos, los líderes de la opinión pública y los ministros de las iglesias repiten esas mentiras.

Los multimillonarios compraron ya esos periódicos y esas iglesias.

Son esos multimillonarios quienes han producido este desastre.

Ciertamente podemos comprender por qué los americanos responden de forma emocional ante lo que les parece una invasión extranjera. Estas emociones no son muy diferentes de las que siente la gente del Amazonas, cuando ve que los tractores destruyen la selva en busca de petróleo, minerales y madera.

El tiroteo que tuvo lugar en El Paso, Texas, el 3 de agosto de 2019 fue un mal terrible que se mantiene invisible, a pesar de suceder a plena luz del día.

El 3 de agosto no es un día como cualquier otro. Un 3 de agosto, Cristóbal Colón zarpó de España para “descubrir” estas tierras, desatando sin querer el proceso que provocaría males inmensos. Un 3 de agosto Alemania invadió Bélgica, con lo cual dio comienzo en 1914 la Primera Guerra Mundial. Un 3 de agosto, Adolfo Hitler se declaró a sí mismo Führer (o Jefe), con lo cual en 1934 cesó el imperio de la ley en Alemania.

El ataque de El Paso dejó 23 muertos y 23 heridos. Obviamente, se trató de un intento para convertir el miedo y el rechazo en guerra abierta.

¿Alguien sabe qué ocurrió en El Paso? Sabemos que murió mucha gente y que se soltó un mal terrible, que ahora acecha detrás de un horizonte nublado.

La Biblia enseña que el mal es incoloro, invisible y seductor. El mal no es el mal evidente contra el que luchan los superhéroes.

¡No! Es mucho más pernicioso, más sutil y más incitante. Es un mal contra el cual tenemos que prepararnos, para luchar en épica batalla por la salvación del alma de la humanidad.

No necesitamos un “Estados Unidos” de finanzas, manufacturas y distribución. Necesitamos un “Estados Unidos” de maestros, médicos, trabajadores sociales, estudiantes y agricultores. Necesitamos un “Estados Unidos” de papás y de mamás. Cuando eso exista, podremos descubrir todo lo que tenemos en común. Nuestros intereses universales trascienden fronteras, idiomas y hábitos de pensamiento.

Debemos volver al pecado original, en la manera en que los conquistadores se impusieron sobre los americanos, causando daños terribles y trayendo consigo una nueva cultura que todavía permanece entre nosotros, la cual, a la vez que abre grandes profundidades ante nosotros, nos presenta una crueldad salvaje disfrazada de piedad. Los pecados de ahora no son sino la variación más reciente del pecado original.

Hay que recordar que los conquistadores basaron buena parte de su autoridad en la cruz de Jesucristo. Aunque es la verdad, aunque parece que no tiene sentido. Jesús, que vivió entre los pobres y despojados, entre mendigos y prostitutas; Jesús, quien se negó a poseer cosa alguna; Jesús, quien murió crucificado por resistirse en espíritu al poder decadente del Imperio romano; ese Jesús fue invocado por quienes causaron el fin de la cultura maya, inca, azteca y de muchos otros pueblos.

En este momento, somos testigos de un exterminio semejante de culturas y pueblos de toda América.

En el núcleo de esta transformación se encuentra el concepto de propiedad, en particular el de propiedad de la tierra.

Considérese el famoso caso de la isla de Manhattan.

De niños, aprendimos la historia de Peter Minuit, de la Compañía de las Indias Occidentales, quien, en mayo de 1626, se encontró con representantes del pueblo lenape, para comprar Manhattan a cambio de 60 táleros, en nombre de la Compañía

Suponemos que el pueblo lenape era cándido y no entendía el valor de Manhattan. Eran demasiado ignorantes o demasiado tontos como para ver que esas piedras y bosques se transformarían en el centro financiero mundial tachonado de rascacielos que sustituirían a los árboles.

Ahora vemos que la verdad es al revés. Los lenape eran los sabios y los tontos eran los de la Compañía de las Indias Occidentales.

En el intercambio de dinero (monedas, cuentas, chucherías), el pueblo lenape no veía otra cosa sino un acuerdo de cooperación. Para ellos, no tenía sentido el concepto de que el suelo, los ríos, los bosques y la vida silvestre que pululaba en la isla de Manhattan pudieran pertenecer a una sola persona y mucho menos a una corporación sin alma.

El concepto de bienes raíces y de activos contables abrazado por la Compañía era irracional; en cierto sentido, era en error psicótico acerca de la relación entre pueblo y naturaleza. Quizás un niño de cinco años pudiera tener un concepto tan egocéntrico del mundo; sin embargo, tanto capricho en un adulto solamente es signo de enfermedad espiritual.

En su raíz, el conflicto que siguió no fue un conflicto entre pueblos, intereses o países, sino uno conflicto de percepciones, de valores básicos.

Una terrible ceguera se apoderó del alma de quienes aplastaron las culturas de incas, mayas y aztecas y de todos sus hermanos y hermanas. Muchos de quienes se involucraron en ese pecado original ni siquiera sabían lo que estaban haciendo.

Ahora, la crisis ambiental y cultural es tan grave que nos vemos forzados a admitir que una sociedad sustentable debe integrarse con la naturaleza, pues de otra manera no hay futuro posible. Esto es lo que los lenape y los mayas sabían desde el principio. El mito del desarrollo y el crecimiento, en el cual hemos creído por tanto tiempo, es una falsedad.

Las cicatrices provocadas por la violencia del pasado son como las rocas a lo largo del río. Aunque son viejas, las fracturas todavía son visibles.

El daño que hoy en día resulta de la violencia en los campos de detención, en las prisiones, en los lugares donde se encierra a los niños y se separa a las familias, ese daño al día de hoy es una herida sangrienta.

Las cicatrices y las heridas forman parte de nuestro ser.

En algunos casos, las cicatrices nos hacen más fuertes; en otros casos, nos impiden seguir adelante. No obstante, debemos estar seguros de que todo avance significará una vuelta al pasado doloroso.

Para ciertos casos, el dinero puede ser útil. En algunos casos, las compensaciones pueden aliviar el dolor del pasado.

No obstante, si la compensación para los pueblos de América y de África se considera únicamente en términos de dinero, los resultados serán muy limitados. Si suponemos que todo se puede resolver con dinero, ese supuesto reforzará la horrenda preponderancia del dinero en nuestra sociedad, en la manera en que percibimos al suelo y al agua, a las plantas y a animales, a los pueblos y las culturas.

La memoria y la historia son fundamentales. Son más importantes que el dinero, porque si las personas recuerdan lo que existía antes, entonces valorarán el pasado.

Si no hay memoria, no puede haber voluntad política. Sin voluntad política, no habrá dinero.

Por ello, antes de cualquier otra cosa, es preciso contar la dolorosa historia de la destrucción de las culturas nativas, reconociendo que hablamos de un potencial para el mal que todavía yace entre nosotros. Si se trata de pecados pasados o presentes, no hay fronteras entre América del Norte y Sudamérica.

Un primer paso podría ser el establecimiento de dos Museos del Holocausto en Washington D.C.

En el Mall de Washington D.C. ya existe uno de estos museos, que rememora con fidelidad la horrible matanza de judíos ocurrida en Europa en la década de los 1940. Es una fuente de información de inmenso valor, cuando se trata de buscar comprender la naturaleza del mal. Les recomiendo ampliamente que lleven a sus hijos al Museo del Holocausto.

No obstante, es preciso recordar que el Holocausto documentado en el museo tuvo lugar en Europa y no en el continente americano.

En América del Norte y en Sudamérica también sucedieron dos horribles holocaustos que claman desde la tumba por un memorial adecuado en el Mall. Mi gobierno luchará con uñas y dientes por construir ambos Museos del Holocausto.

El primer Museo del Holocausto estará dedicado a recordar a los cientos de millones de indígenas americanos que fueron asesinado o se dejó morir por hambre y enfermedades, a lo largo del brutal proceso de colonización y desarrollo que tuvo lugar a lo largo de cuatro siglos de crueldad.

Necesitamos un Museo del Holocausto que documente la historia de los pueblos americanos y que conserve su cultura y sus artes. Necesitamos de ese museo para que nuestros hijos puedan conocer la tragedia y sepan de lo que es capaz el hombre en su ceguera.

Necesitamos otro Museo del Holocausto en el Mall. Necesitamos un Museo del Holocausto que documente los sufrimientos y las pérdidas de los millones de personas que fueron capturadas en África y embarcadas para América, como mano de obra esclava a lo largo de 400 años. Millones de hombres, mujeres y niños murieron en los barcos de los traficantes y millones más trabajaron hasta morir, o envejecieron de manera miserable siendo esclavos. Sus culturas, sus familias y sus mismas almas fueron arrastradas por el fango. Todos los niños de escuela deberían visitar este Museo del Holocausto para saber qué es lo que se perdió, pero también lo que se ganó, pues hay esperanza todavía, si Estados Unidos consigue mirar a su pasado con honestidad.

Como estos dos monumentos no distinguirán entre América del Norte y Sudamérica, llamarán la atención de los estadunidenses acerca de las tragedias y sufrimientos que comparte todo el continente americano. Se usará el término “americano” de manera que incluya al norte y al sur del continente, con la cual las divisiones artificiales comenzarán a diluirse.

Parte del proceso de sanación debe implicar la introducción en todos los aspectos de la sociedad americana del presente de lo mejor de la cultura, la medicina, la espiritualidad, la indumentaria, la arquitectura, el diseño y la historia de nuestros pueblos indígenas. Nuestra moda debe seguir el patrón de los navajos y los indios, nuestros hospitales deben usar las hierbas utilizadas por los hopi y los purépecha, y las leyendas de todos los pueblos indígenas se deben incorporar al cine, la música y el teatro de la actualidad.

Solamente así se pondrá de manifiesto su verdadero valor. Solamente así su espíritu vivo, sepultado durante siglos, volverá a vivir, reanimado para una nueva era.

Cuando imagino la relación de Estados Unidos con sus socios y vecinos del sur, con sus hermanos del sur, no puedo sino recordar la obra de Henry Wallace, aquel notable político que implementó la política de buena vecindad que Franklin D. Roosevelt dictó para Latinoamérica. El vicepresidente Wallace luchó por la igualdad entre las naciones de América, por un diálogo equilibrado sobre educación, agricultura, ciencia y sociedad, para así crear un consenso en torno a lo posible. La gira latinoamericana de 1943 levantó un entusiasmo acerca de la verdadera unidad que no ha sido igualado desde entonces.

Wallace no se detuvo aquí. El vicepresidente Wallace sentía pasión por la espiritualidad de los indígenas americanos y creía con todo el corazón en la profundidad que podía encontrarse en las culturas nativas. Comprendió que el potencial para el crecimiento no nada más estaba en términos de dinero y productos, sino también en términos de la civilización misma.

Durante mi gobierno, la política hacía los países de América asumirá el potencial de armonía y unidad que se desprende de un verdadero “nuevo trato”. Serán una armonía entre los pueblos basada en el respeto y una armonía con la naturaleza basada en la sustentabilidad.

Con la creencia de que lo pequeño es hermoso, apreciaremos la gran sabiduría del sutil pensamiento de los pueblos antiguos y de las culturas de aquellos que casi no dejaban marcas en el ambiente natural.

Evitaremos los rituales chabacanos de los políticos. Daremos los pasos necesarios para promover el diálogo entre los pueblos, para disolver las fronteras, así como la corriente del río labra una hermosa cañada en la roca más dura de todas.

 Emanuel Pastreich

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