La violencia en Centroamérica: Realidades y perspectivas
La violencia es un elemento constitutivo de la dinámica humana; no es un cuerpo extraño que nos invade, sino que está estructuralmente presente en nuestra condición, siempre en articulación con el conflicto y el poder.
No es un ineluctable destino biológico; por el contrario, tiene que ver con nuestro modo de humanizarnos, de devenir sujetos en el marco del colectivo que nos construye. En tal sentido, está en la raíz social del ser humano. “La violencia es la partera de la historia”, se ha dicho acertadamente. Su presencia, no obstante, no puede aplaudirse ni glorificarse; en todo caso, debe oponérsele algo para mantenerla al nivel más bajo posible. He ahí la ley entonces, que organiza las sociedades. La ley, que no necesariamente es justa ni equitativa, que está formulada siempre desde una posición de poder, nos aleja del caos. De todas maneras, la violencia de algún modo se filtra, asumiendo distintas formas.
Centroamérica evidencia un panorama donde las violencias están siempre descarnadamente presentes, en sus más variadas formas: económico-estructural, política, racial, patriarcal, en la cotidianeidad como cultura normalizada. Esa intrincada sumatoria de violencias es producto de un entrecruzamiento de causas, cuyo origen hay que buscarlo en la historia.
De hecho, la región funciona como bloque. Además de los geográficos, existe una cantidad de elementos que le confieren cierta unidad económica, política, social y cultural. Los países que la conforman: Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Belice, Panamá y Costa Rica, con la excepción de este último, presentan los índices de desarrollo humano más bajos del continente, junto con Haití en las Antillas, una de las naciones más indigentes del mundo. La violencia económico-social está brutalmente presente.
El área es muy pobre; si bien cuenta con muchos recursos naturales, su historia la coloca en una situación de postración y atraso muy grande. Básicamente es agroexportadora, con pequeñas aristocracias vernáculas –herederas en muchos casos de los privilegios semifeudales derivados de la colonia– que por siglos han manejado los países con criterio de finca. Entrado ya el tercer milenio y luego de las feroces guerras de las últimas décadas, nada de esto ha cambiado sustancialmente. Los productos primarios siguen siendo la base de la economía, tanto para la subsistencia (maíz y frijol) como para la generación de divisas en el extranjero: café, azúcar, frutas tropicales, maderas; recientemente palma africana destinada a la producción de agrocombustibles. En los últimos años se dieron tenues procesos de modernización, instalándose en toda la zona terminales industriales maquiladoras aprovechando la barata y poco o nada sindicalizada mano de obra, así como call centers, siempre en la lógica de super explotación de quienes allí trabajan. Por lo general los capitales comprometidos son transnacionales, no representando estas inversiones un verdadero factor de desarrollo a largo plazo. En épocas recientes, con distintos niveles pero, en general, como común denominador de toda la región, se han ido incrementando los llamados negocios “sucios”: lavado de narcodólares y tráfico de estupefacientes. De hecho, hoy la zona es un puente obligado de buena parte de la droga que, proviniendo de América del Sur, se dirige hacia los Estados Unidos. Esto ha dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes masas, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y políticos ligados a actividades ilícitas, tolerados por los respectivos Estados, y a veces manejándolos desde su interior. La narcoactividad de la región ocupa ya un importante lugar en el PBI de sus países.
La población de toda la zona es, en alta medida, rural (alrededor del 50%, contra un 20% en el resto de Latinoamérica); prevalece un campesinado pobre, que combina el trabajo en las grandes propiedades dedicadas a la agroexportación con economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la tierra se caracteriza por una marcada diferencia entre grades propietarios –familias de estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios en su haber, descendientes directos de los conquistadores españoles de cinco siglos atrás– y campesinos con pequeñas parcelas (de una o dos hectáreas, o menos incluso) que, con arcaicas tecnologías, apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus necesidades básicas.
En toda la región hay presencia de población indígena, siendo Guatemala el país que presenta mayor porcentaje al respecto: alrededor de dos terceras partes –de hecho, la nación latinoamericana con mayor presencia de habitantes de etnias no europeas–. En este caso particular –esto no se da con similar énfasis en los otros países del istmo– ello crea una dinámica social desvergonzadamente racista, siendo los mayas los grupos más excluidos y marginados en términos económicos, políticos y sociales. Similar fenómeno se repite con las minorías indígenas a lo largo de toda Centroamérica. Corresponde mencionar que también hay presencia de población negra, de ascendencia africana (los antiguos esclavos traídos a la fuerza a estas tierras como mano de obra brutalizada), pero no en un porcentaje particularmente alto como ocurre en las islas del Caribe. Este racismo profundo debe ser entendido como una más de tantas formas de violencia que pueblan la zona.
La migración interna desde el campo hacia las ciudades en búsqueda de mejores horizontes, agravado ello por las devastadoras guerras internas registradas estas últimas décadas que forzaron a numerosos pobladores a marcharse de sus lugares de origen, constituye un fuerte elemento de las dinámicas sociales de todas las repúblicas centroamericanas, lo cual da como resultado el crecimiento desmedido y desorganizado de sus capitales y de las ciudades principales. Producto de ello es la alta proliferación de populosos barrios urbano-periféricos, sin servicios básicos, con poblaciones que sobreviven a partir de pobres economías subterráneas: comercio informal, niñez trabajadora, invitación a la delincuencia. En tal sentido debe decirse que esa situación es, en sí misma, una repudiable forma de violencia (sobrando comida es inadmisible que haya gente con hambre). A su vez, como producto de una sumatoria de carencias, esa pobreza puede funcionar como caldo de cultivo para más violencia.
La violencia también se da en las relaciones de género; el patriarcado manda. En términos generales (Costa Rica es la excepción) la situación de las mujeres es de gran desventaja respecto a la de los varones en todos los sentidos. Siguiendo pautas tradicionales, el número de embarazos es muy alto, con un promedio regional de tres hijos por mujer, siendo alrededor de un tercio de ellas madres solteras. Las tasas de analfabetismo, de por sí altas en el área, se acentúan en las mujeres. Su participación en la vida política es baja.
La situación medioambiental de todo el istmo es preocupante. Como consecuencia de la falta de planificaciones a largo plazo, de rapiñas de recursos naturales y de Estados corruptos que toleran todo tipo de saqueo, la zona muestra un marcado deterioro en sus aspectos ecológicos: acelerada pérdida de bosques, falta de agua potable, polución generalizada. Ello crea una alta vulnerabilidad que, ante la ocurrencia de cualquier evento natural considerable –de los que la región posee muchos: zona sísmica, de paso de huracanes, con profusa actividad volcánica– los transforma en enormes catástrofes sociales. Esa catástrofe medioambiental –que no es mero “cambio climático”, como si se tratase de transformaciones naturales, sino producto de políticas específicas– evidencia una violencia social enorme, donde siempre los grupos más excluidos llevan la peor parte. Como se ha dicho: “No mata la naturaleza sino la pobreza”.
Algunas ciudades centroamericanas (San Pedro Sula, San Salvador, Guatemala, Tegucigalpa) figuran entre las urbes altamente peligrosas del planeta por los elevados niveles de criminalidad. Los promedios de homicidios rondan el 30 por 100,000 para el área, contra una tasa latinoamericana del 20 por 100,000. En el 2020 esas tasas descendieron drásticamente, debido al obligado confinamiento que trajo la pandemia de COVID-19, con toques de queda en algunos casos. Pero la violencia delincuencial no ha desaparecido; si bien se redujo al inicio de esa crisis sanitaria, continuó siendo muy alta en comparación con otras zonas violentas del mundo, incluso con países abiertamente en guerra. En realidad, no se trata de conflictos bélicos declarados, pero de hecho son sociedades que viven en perpetua “guerra”.
En los grandes centros urbanos de los países de la región es común la tajante separación entre los barrios precarios, en general considerados “zonas rojas” (por lo peligrosas, donde “no entra nadie, ni la policía”), por un lado, y por otro los lujosos sectores ultraprotegidos de muy difícil o imposible acceso para el ciudadano común y corriente (lugares donde se encuentran mansiones con piscina y helipuertos, comparables a las mejores del mal llamado Primer Mundo). Caminar por las calles o viajar en transporte público se ha tornado peligroso. E igualmente inseguras y violentas son las zonas rurales: cualquier punto puede ser escenario de un robo, de una violación, de una agresión. Hoy día Nicaragua, con un gobierno con un talante socializante, ha reducido esos niveles de violencia cotidiana, si bien persisten otras formas de violencia, quizá más descarnadas, que tienen que ver con las dinámicas políticas.
Considerando todo lo anterior, es evidente que Centroamérica continúa envuelta en una alta violencia. Firmados los débiles procesos de paz en años pasados (Nicaragua en 1990; El Salvador en 1992; Guatemala en 1996), ningún país conoció ni la paz ni la recuperación económica. Las guerras oficiales terminaron, sin embargo el área siguió virtualmente militarizada, violentada, con índices altos de criminalidad, plagada de armas, con una pobreza crónica y estructural de las más altas del mundo, todo ello acompañado por la impunidad generalizada. La violencia política, aunque formalmente se vive en democracias, no ha desaparecido, y los atropellos y abusos varios marcan la dinámica cotidiana. Los escuadrones de la muerte no están tan visiblemente presentes como antaño, pero ahí están.
Si bien toda Latinoamérica es, desde inicios del siglo XX, zona de influencia estadounidense, en el caso de América Central esto es groseramente más notorio. Sus presidentes llegan a tales con el beneplácito de la embajada norteamericana (llamada simplemente “la Embajada”, lo cual dice mucho del panorama general). El imperio del norte, aunque es reconocido en su papel de amo dominante, no deja de ser al mismo tiempo foco de atracción de todas las poblaciones: de las clases altas, en tanto centro de referencia política y cultural; de las masas empobrecidas, como vía de salvación económica. De hecho, el ingreso de divisas a partir de las remesas que cada mes envían los familiares emigrados (mano de obra barata y no calificada en los Estados Unidos) constituye para toda el área una de las principales fuentes de sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias coyunturales, ocupa el primer lugar). En tal sentido, dado que juega este papel de punto de referencia obligado en las lógicas cotidianas y de largo plazo, Norteamérica es un elemento decisivo para entender la historia, la coyuntura actual y el futuro del istmo centroamericano.
La injerencia política de Washington en la región es notoria. Pero desde 1900 en adelante, es desvergonzada. Salvo Costa Rica –que merece un tratamiento aparte– la historia política del istmo estuvo marcada por sangrientas dictaduras militares a granel, siempre con Washington de por medio. Invasiones, complots y maniobras desestabilizadoras se pueden contar por docenas. La CIA hizo su debut de fuego en estas tierras con una campaña de acción encubierta en Guatemala, en 1954, derrocando al presidente Jacobo Árbenz propiciando una dictadura.
En esta lógica, sobre el horizonte de esa historia de explotación, pobreza e intervención extranjera, y a partir de la esperanza que abriera la Revolución Cubana de 1959, entre las décadas de los ’60 y los ’70 comienzan a generarse movimientos armados como reacción ante tal estado de cosas. Guatemala primero, luego Nicaragua, posteriormente El Salvador, incluso Honduras en menor medida, desarrollaron expresiones guerrilleras que, paulatinamente, fueron creciendo. En Nicaragua, como Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), hacia 1979 terminaron por tomar el poder desplazando a la dictadura más vieja de Centroamérica: la de la familia Somoza, tristemente célebre por su crueldad, comenzando la construcción de una experiencia socialista y antiimperialista. En El Salvador, hacia fines de los ’80, estuvieron a punto de hacer colapsar al gobierno. En Guatemala –el movimiento guerrillero más viejo del área y el segundo de toda Latinoamérica, luego del colombiano– fueron acumulando fuerzas llegando a tener una presencia nacional, con zonas liberadas que preanunciaban un posible triunfo revolucionario, que finalmente no se dio.
Estas expresiones políticas –de acción armada, con presencia fundamentalmente entre la población campesina–, además de representar sin dudas el descontento histórico de las masas paupérrimas, fueron elemento constitutivo también de la lucha ideológica y militar que marcó buena parte de la segunda post guerra del siglo XX: la Guerra Fría. Enfrentamiento a muerte entre dos proyectos de vida, entre dos modelos de desarrollo y de concepción del mundo; guerra que se libró en numerosos frentes, y en la que Centroamérica fue un campo de batalla de gran importancia.
El bloque socialista se involucró fuertemente; Cuba, por su cercanía, fue el punto de referencia más cercano. Preparación política, ideológica y militar estuvieron presentes desde el inicio de estos movimientos, apareciendo Moscú siempre vigente como una instancia importante en esa dinámica entablada. Por el otro lado, como respuesta a estos proyectos de transformación social, las oligarquías locales, con sus respectivas fuerzas armadas, y la presencia omnímoda de la Casa Blanca en tanto referencia última, descargaron todo el peso represivo del caso para evitar que esas iniciativas revolucionarias pudieran crecer.
A las propuestas de cambio social levantadas por estos movimientos (en Nicaragua, incluso, habiendo llegado a adueñarse del poder, y comenzando efectivamente el proceso de transformación), le siguieron brutales represiones. Campañas de “tierra arrasada” en Guatemala, los “contras” en Nicaragua, guerra sucia en El Salvador, las bases de la Contra en la región de la Mosquitia hondureña, y en su momento también en Costa Rica, ningún rincón del área centroamericana escapó a la maquinaria bélica. La zona se puso al rojo vivo. El discurso militarizado inundó la vida cotidiana.
La guerra nuclear de los misiles soviéticos y estadounidenses que nunca llegaron a dispararse se libró, entre otras formas, a través de las guerras de guerrillas y las tácticas contrainsurgentes en las montañas de Centroamérica. Los muertos, claro está, fueron centroamericanos. Las secuelas que todo ello dejó, también quedaron en la región, con efectos que aún hoy persisten.
La Guerra Fría terminó, el bloque soviético ya no existe. Los ideales socialistas, aquellos que pusieron en marcha a los movimientos guerrilleros, hoy están, si no desechados totalmente, al menos en proceso de observación (quizá en terapia intensiva). De todos modos, las causas estructurales que motivaron esas respuestas armadas, aún persisten. En Nicaragua incluso, donde uno de esos grupos fue poder y manejó el país por espacio de una década con un proyecto transformador, las causas profundas generadoras de pobreza –aunque ya no esté la familia Somoza– permanecen. De aquel cambio iniciado en su momento, hoy ya casi nada queda, pese a que regresó a la presidencia el otrora comandante guerrillero Daniel Ortega.
Mucho ha cambiado en estos últimos años, desde la caída del muro de Berlín en adelante. Pero las razones que dieron lugar al surgimiento del socialismo como visión contestataria del sistema capitalista, como forma de lucha contra las injusticias sociales, aún se mantienen.
La Guerra Fría que se expresó en Centroamérica a través de los conflictos que desangraron sus países por años, ya es parte de la historia; aunque las secuelas de esas guerras ahí están todavía, y seguirán estando por mucho tiempo. En realidad, terminada la gran puja entre los dos modelos en disputa con el triunfo de uno de ellos y la desaparición del otro, no se resolvieron los problemas de fondo que mantuvieron enfrentadas a esas dos cosmovisiones. Terminó la guerra de estos años, pero no su motor. A partir de ese final en concreto se siguieron las agendas de paz de diversas regiones del planeta, América Central entre ellas. Agendas que, en todo caso, no hablan tanto de los procesos de superación de diferencias en los espacios locales donde los conflictos se expresaban abiertamente (como en Oriente Medio, o en el África subsahariana), sino de la necesidad y/o conveniencia de las potencias –Estados Unidos a la cabeza– de eliminar zonas calientes, problemáticas. A su vez las guerrillas firmaron la paz, en realidad, porque no tenían otra salida ante el nuevo escenario abierto. Como se dijo burlescamente: se pasó de Marx a Marc’s: “Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos”. La idea de lucha de clases salió de la discusión… ¡pero no de la realidad! Las políticas neoliberales amarradas a esas agendas de pacificación profundizaron las contradicciones e injusticias históricas de la región. La violencia, por tanto, siguió presente en todas sus formas, siempre descarnada, brutal.
Como una herencia novedosa que deja el final de la Guerra Fría en el área centroamericana –proceso que en realidad se extiende a toda Latinoamérica, pero que en la zona adquiere ribetes muy marcados– es la proliferación de iglesias evangélicas fundamentalistas. Nacidas como estrategia política encubierta de los Estados Unidos para oponerse a la creciente Teología de la Liberación católica de los ’60 y los ’70 con su “opción por los pobres”, estos grupos inundaron la región llevando un mensaje de desinterés por lo terrenal y de total apatía política. Hoy, a partir de una dinámica de autonomía que fueron adquiriendo, representan un factor de alta incidencia en la vida cotidiana de las comunidades de todos los países del istmo, repitiendo siempre aquellos patrones de proyecto vital: no preocuparse, dejar todo en manos de dios, con un mensaje moralista altamente conservador. Su incidencia es alta: se calcula en no menos de un tercio de la feligresía regional. Estos mecanismos constituyen, en definitiva, una forma de sutil violencia psicológico-cultural sobre las poblaciones, haciendo parte de estrategias de control social elaboradas por poderosos factores de poder que no desean cambio alguno.
La nueva industria extractivista que las potencias occidentales, con Washington a la cabeza, están desarrollando a pasos agigantados en todo el continente –y por supuesto también en el istmo centroamericano– en afanosa búsqueda de recursos imprescindibles para su expansión (petróleo, minerales estratégicos para las tecnologías de punta y la industria militar, agua dulce para consumo humano o para la generación de energía hidroeléctrica, biodiversidad de las selvas tropicales para la producción farmacológica y alimentaria), en realidad no cambia la estructura de base en cuanto a dependencia y subdesarrollo. En todo caso, modificando externamente la forma del despojo, la relación de subordinación se mantiene inalterable. El rosario de bases militares estadounidenses que acordonan la región deja ver cuál es el verdadero interés de Washington para Centroamérica: un botín que seguirá expoliando con beneplácito de las burguesías locales, en muchos casos socios menores en esa rapiña. O sea: más de lo mismo.
Decir que Centroamérica entró en un período de paz es, cuanto menos, equivocado. Quizá: exagerado, pues oculta la realidad cotidiana. Desde ya, el hecho de no convivir diariamente con la guerra es un paso adelante. Hoy siguen muriendo niños de hambre, o por falta de agua potable, o mujeres en los partos sin la correspondiente atención, pero ya nadie muere en una emboscada, pisando una mina, de un cañonazo. Esto no es poco. Aunque si se mira el fenómeno a la luz del análisis histórico es evidente que las guerras vividas en la región tienen como su causa el hambre, la desprotección, la exclusión, en definitiva. Esto no ha cambiado. Sin vivir técnicamente en guerra, la zona sigue siendo de las más violentas del mundo. Nuevos actores (crimen organizado ocupando crecientes espacios de la vida pública, narcotráfico, pandillas juveniles), sobre la base de un trasfondo de inequidades históricas que nunca se modificaron, son los elementos que hacen de la región un lugar problemático, difícil, complejo. Si no se muere en la guerra, se puede morir víctima de un asalto. La violencia sigue imperando, junto a otras expresiones igualmente dañinas, como el machismo y el racismo.
Terminadas las guerras locales como primera tarea se necesita resolver los problemas inmediatos derivados de los conflictos armados: los materiales, los psicológicos, los culturales. Desde hace algunos años, dependiendo de los tiempos en cada caso, se está trabajando sobre ello. Sin embargo, la magnitud de lo invertido para la reconstrucción post bélica es inconmensurablemente menor a lo que se destinara a las guerras, por lo que las heridas y las pérdidas no parecen poder superarse con gran éxito de seguirse esta tendencia. No ha habido –ya pasó el tiempo para ello– un equivalente al plan Marshall europeo para reactivar las economías. Se contó con apoyos de la comunidad internacional, pero no mucho más grandes que los que podrían haber llegado luego de cualquier catástrofe natural. En definitiva, no hubo un genuino proceso de reconstrucción sobre nuevos parámetros: todo siguió no muy distinto a lo que siempre fue, y las ayudas no sirvieron para poner en marcha ninguna transformación de base. La violencia, en cualquiera de sus expresiones, siguió siendo un elemento dominante en todos los escenarios de la vida cotidiana.
Pacificada el área (o, al menos, sin el fragor de las guerras declaradas que se vivieron años atrás), la estructura económica no ha tenido ningún cambio sustancial: no se modificó la tenencia de la tierra, no se salió de los modelos agroexportadores, no comenzó ningún proceso sostenible de modernización industrial. Las grandes mayorías continúan siendo mano de obra no calificada, barata, con escasa o nula organización sindical. En general, una salida posible a todo eso, es el migrar –en condiciones más que precarias– al pretendido “sueño americano” (que, en general, resulta ser más pesadilla que otra cosa). En otros términos: más de lo mismo.
En el plano de lo político y cultural las cosas no han cambiado especialmente. Sigue predominando la impunidad. Ese es el elemento principal que define la situación general luego de los conflictos bélicos sufridos. Las oligarquías se han reposicionado luego de este período, sin mayores inconvenientes en el mantenimiento de sus privilegios. En Nicaragua retornaron abiertamente al control del poder, luego de la primavera sandinista –que terminó siendo más bien, por diversos motivos, un borrascoso temporal–, y el retorno al gobierno de un equipo que levanta las banderas del sandinismo histórico no tiene nada que ver con el proyecto revolucionario de la década de los ’80 del siglo pasado. En Guatemala esa oligarquía tradicional ha tenido que compartir algunas cuotas de poder con las fuerzas armadas que le cuidaron sus fincas años atrás, quienes devinieron ahora nuevos ricos con el manejo de las economías “calientes”: narcotráfico, contrabando, crimen organizado, enquistándose en forma creciente en los pliegues de la estructura estatal como poderes ocultos. Poderes ocultos que, de igual forma, con peculiaridades propias de cada país, también actúan en Honduras y en El Salvador.
En toda la región centroamericana la pauta dominante sigue siendo la impunidad. Luego de las atrocidades a que dieron lugar las guerras cursadas, no ha habido juicios a los responsables de tanto crimen, de tanta destrucción. Incluso muchos de los asesinos de guerra siguen detentando cargos públicos sin la menor vergüenza. La millonaria indemnización fijada por la Corte Internacional de Justicia (17,000 millones de dólares) contra Washington como monto a resarcir a Nicaragua por los daños de guerra ocasionados por haber financiado a la Contra durante casi una década, quedaron en el olvido. De hecho, su anulación fue una de las primeras medidas tomadas por el gobierno de Violeta Barrios viuda de Chamorro al asumir la presidencia luego de la partida de los sandinistas en 1990. Y si en Guatemala, luego de años de espera, se llegó a condenar a la cabeza visible de las políticas de tierra arrasada que enlutaron a esa nación en los años ’80, el general José Efraín Ríos Montt, los factores de poder del país hicieron que dos días después de emitida la condena –80 años de prisión inconmutables– se diera marcha atrás con la misma. En otros términos: terminadas las guerras internas, la impunidad sigue siendo lo dominante. Como un derivado de ella, la corrupción continúa sin dar señales de agotamiento, y marca buena parte (o la mayor parte) de las dinámicas políticas.
La cultura de violencia está instalada. A un candidato presidencial en alguno de los países centroamericanos que mató a una persona en una riña personal, se le preguntó durante su campaña acerca del hecho, ante lo que respondió: “No fue uno, ¡fueron dos! Si eso hice por defender a mi familia ¿qué no haría por defender a mi patria”. Ese candidato ganó la presidencia. Es decir: la violencia como constante no da miras de terminar, pues es “normal”.
El papel jugado por los Estados Unidos sigue siendo el mismo: hegemónico, dominador total para la región. Incluso se da el caso paradójico en que, terminadas las guerras locales, la gran potencia se permite impulsar programas de apoyo a las víctimas de toda esa crueldad que ellos mismos fomentaron. Pero no por sentimientos de culpa precisamente, sino como parte de la misma estrategia de dominación de siempre, actualizada hoy, y adecuada a las circunstancias correspondientes. Por ejemplo: financia exhumaciones allí donde, años atrás, promovió masacres: son solo estrategias que intentan evitar “recalentamientos” sociales. Esas exhumaciones solo sirven para “cerrar duelos”, pero no para iniciar procesos judiciales denunciando las masacres. Así, su fomento de la democracia es el apoyo a procesos formales cosméticos, democracias “tibias”. Ninguna de las democracias centroamericanas, a excepción de Costa Rica, ha resuelto ningún problema estructural.
La violencia es negocio para muchos; por supuesto que no para las grandes mayorías, que son quienes siguen poniendo los muertos y heridos, estén o no en guerra en términos técnicos. Pero sí para los distintos grupos de poder: élites históricamente dominantes ligadas a la agroexportación (terratenientes, en algunos casos herederos de la colonia), nuevas élites vinculadas a los negocios “calientes”, y como siempre, la omnipresente Embajada de Estados Unidos, factor político decisivo en la región. México y los países centroamericanos constituyen hoy la ruta principal por la que transita la droga latinoamericana (proveniente en buena medida del Altiplano andino) con rumbo a Estados Unidos, con poderosos cárteles que terminan siendo un Estado dentro del Estado, moviendo buena parte de las economías locales.
En estos momentos se asiste a una catarata mediática impresionante respecto a estos temas. La sensación que se transmite a diario por los medios de comunicación es que las mafias delincuenciales “tienen de rodillas a la población”. Todo ello justifica la implementación de planes salvadores. En ese sentido puede entenderse que la actual explosión de narcoactividad y crimen organizado es totalmente funcional a una estrategia de control regional, donde el mensaje mediático prepara las condiciones para eventuales intervenciones de Washington. Además, con el acercamiento chino y ruso a la región, la Casa Blanca fortalece su presencia en su tradicional área considerada el propio “traspatio”, donde no permite intromisiones. Ahora bien: la lucha contra todas estas calamidades no constituye para nada la prioridad de Centroamérica. ¿Mejorarán las condiciones de vida de sus poblaciones por medio de nuevas iniciativas de remilitarización, o de “mano dura” local? Seguramente no, pero sí mejorarán los balances de las grandes empresas del Norte. Las pandillas, por ejemplo, son un síntoma de esa historia de violencia. Atacarlas militarmente es dejar de lado sus auténticas causas.
La violencia atraviesa toda la historia de la región, marcando las pautas de relacionamiento entre los sujetos. Desde la llegada de la invasión europea, la violencia, en cualquiera de sus más despiadas formas, es una constante. Un cronista del siglo XVI pudo decir sin tapujos que “Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes. (…) ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros (…) en hombres civilizados?” (Ginés de Sepúlveda). La historia de la región se escribió –y se sigue escribiendo– a sangre y fuego. El autoritarismo, el avasallamiento del otro distinto, es una constante que forjó el perfil individual y colectivo de las sociedades centroamericanas. Racismo, patriarcado –todavía funciona, de hecho, el medieval “derecho de pernada” en ciertas zonas rurales, donde se continúan arreglando matrimonios–, verticalismo donde nunca se discute una orden, moldearon una cultura en que la violencia se normaliza.
La construcción de la paz como proceso sostenible e irreversible no es, hasta el momento, un hecho indubitable. Mientras no se revise seriamente la historia, no se comiencen a mover las causas estructurales que están a la base de los enfrentamientos armados y no se haga justicia contra los responsables de los crímenes de guerra –como pasó, por ejemplo, en Europa con la jerarquía nazi–, mientras no se construya una cultura de respeto a las diferencias, es imposible pacificar realmente las sociedades. Hay, como es el caso actual, algunos paños de agua fría, pero las heridas profundas que ocasionaron el odio y las posiciones irreconciliables no podrán desaparecer si no se abordan con seriedad esas agendas pendientes. La violencia galopante que se vive en la zona –criminalidad, persistencia de escuadrones de la muerte, delincuencia callejera, linchamientos en algunos casos, racismo, patriarcado, todo lo cual convierte a la región en una de las zonas más peligrosas del planeta– son expresiones de esa historia no elaborada. Puede haber “agendas de la paz”, pero no se vive realmente en paz. Es una triste realidad que, en esas circunstancias, como dice una popular ranchera: “La vida no vale nada”. Por tanto, es imprescindible seguir buscando los caminos para superar la situación actual.
Marcelo Colussi
Marcelo Colussi: Politólogo, catedrático universitario e investigador social. Nacido en Argentina estudió Psicología y Filosofía en su país natal y actualmente reside en Guatemala. Escribe regularmente en medios electrónicos alternativos. Es autor de varias textos en el área de ciencias sociales y la literatura.
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