Los cuidados entre los de abajo

En los momentos críticos afloran potencialidades que estaban encubiertas en los pliegues de la vida cotidiana y que resultaban invisibles para los observadores. Así como las grandes marejadas sacan a la luz lo que permanecía bajo la superficie, durante las tormentas sociales, económicas y políticas, reaparece la potencia de la acción colectiva y comunitaria.

La pandemia está siendo la oportunidad no sólo para los de arriba, que aumentan ganancias de forma exponencial y hacen avanzar sus proyectos neoliberales extractivos, sino también para los de abajo que van profundizando lazos solidarios y avanzan en nuevas formas de organización.

Las tramas comunitarias que parecían haberse evaporado en las grandes ciudades, cobran forma en miles de iniciativas de cuidados colectivos en las que la ayuda mutua y la solidaridad permiten sobrellevar los dolores de la pandemia ante la ausencia de los estados, secuestrados por las clases dominantes.

La solidaridad nace de los vínculos comunitarios y de cercanía que los pueblos han conservado. La Ciudad de México cuenta con 765 mercados y 3 mil 150 tianguis, según un trabajo del Centro de Estudios Casa de los Pueblos: El rostro oculto del ombligo de la luna (https://bit.ly/2LGCWrI).

Espacios de intercambio, pero también de convivencia y socialidad, los define un trabajo del Centro Educativo y Cultural Cama de Nubes y de Fernando González*.

Quisiera conocer cómo ha sido la vida cotidiana de los tianguis a lo largo de este año tremendo, cómo se han desplegado los tejidos comunitarios en barrios y colonias, en los territorios donde los sectores populares siguen haciendo sus vidas en común contra viento y marea.

En Uruguay se formaron en los primeros meses de la pandemia más de 700 ollas populares y comedores comunitarios, cuando arreciaba la desocupación y la población que sobrevive en la informalidad estaba impedida de trabajar. Además surgieron coordinadoras de ollas con la voluntad de seguir trabajando cuando finalice la emergencia.

El trabajo realizado por un grupo de docentes y estudiantes de la Universidad de la República y del sindicato bancario, entramados solidarios en tiempos de crisis, consiguió rastrear estos espacios y dialogar con la mayoría de ellos. El primer dato es la distribución espacial, ya que las ollas populares nacieron y continúan vivas en los territorios históricos de las organizaciones de trabajadores.

Los datos recogidos dicen: cada olla funciona, en promedio, tres días a la semana, sirve alrededor de 180 platos diarios y en ellas trabajan unas ocho personas, de forma solidaria, sin remuneración. El 43 por ciento de las ollas son organizadas por vecinos que se juntaron expresamente para esa tarea, aunque la mayoría tenía militancia social y barrial previa.

Trece por ciento de las ollas populares fueron creadas por sindicatos, colectivos militantes (no partidos), centros culturales y cooperativas de vivienda o trabajo. Unas cuantas funcionan en clubes deportivos y sociales en los barrios populares y apenas una minoría están vinculadas a partidos, iglesias y ONG (menos de 5 por ciento).

Más de un tercio de estos emprendimientos declararon la intención de seguir con algún tipo de actividad territorial, ya sea vinculada a la alimentación o a otras iniciativas, destacando el deseo de construir centros comunitarios. En total, trabajan 6 mil 100 personas en las ollas de Uruguay, a quienes podemos encuadrar como militantes sociales de sus territorios, una cifra importante en un país de poco más de 3 millones de habitantes.

La presencia de mujeres es ampliamente mayoritaria (57 por ciento), predominan las y los jóvenes (59 por ciento), y una parte considerable no tiene trabajo estable, lo cual se corresponde con el perfil del activismo social en el mundo.

¿Cómo consiguen los alimentos?: 80 por ciento son donaciones de personas que habitan en el barrio, 61 por ciento proviene de pequeños comercios (misceláneas o tiendas familiares). La instituciones y el Estado tienen una participación mucho más pequeña. La mayoría de las ollas participan en algún tipo de coordinación que en general no trasciende la propia ciudad y suele ser inestable.

El trabajo destaca la importancia de la memoria de los momentos de crisis y de las tramas comunitarias prexistentes, que son renovadas por las nuevas experiencias. En años recientes hemos constatado la importancia de estas iniciativas de base en todas las geografías del continente.

A partir de estas constataciones, me parece necesario preguntarnos. ¿Cómo se hace política desde las tramas comunitarias urbanas?, ¿cómo podemos colaborar en su permanencia y potenciar su embrionaria tensión emancipatoria y anticapitalista?

Siento que pueden ser una base para construir algo mayor, desde la reproducción colectiva de la vida. Si no lo hacemos, llegarán los funcionarios del Estado y de los partidos para reconvertirlas en eslabones del capital.

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