México – Cien días de acciones y señales contrapuestas

Por alguna razón no bien identificada, desde hace pocos lustros se ha hecho un hábito político que los medios, la opinocracia (muchas veces más doxa que episteme) y la sociedad realicen un escrutinio y una primera evaluación de los gobernantes al cumplir éstos cien días de gestión en sus cargos. Un tiempo insuficiente, sin duda, para acciones que toman periodos más largos y mucho más para ver resultados de las políticas aplicadas. Pero el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no ha sido la excepción y él mismo se ha visto en la necesidad —o mejor, ha visto la oportunidad— de dirigir a la nación un mensaje, presentado como “informe” con ocasión de ese lapso, más allá de los que cotidianamente dirige a través de los medios en sus conferencias “mañaneras”, que tanto éxito y tanta audiencia le reditúan.

Como en todos los casos, en este no resulta fácil hacer un balance ni siquiera provisional de las acciones del gobierno federal; pero nadie podrá decir que no hay materia para el análisis y la reflexión, en el incesante quehacer de un presidente activista como lo es el tabasqueño. Tampoco resulta sencillo desentrañar en dónde parará todo el cúmulo de acciones, reformas e iniciativas que, incluso desde antes del 1 de diciembre del año pasado, al menos desde septiembre en que el Morena asumió la mayoría en el poder Legislativo, han manado del gobierno mexicano. Tampoco muchas de esas acciones resultan simples a la interpretación, pues envían a la sociedad señales contradictorias o confusas, negando inclusive lo que era el discurso de campaña en 2006, 2012 y 2018.

Ello no obstante, el Presidente no sólo ha conservado en este periodo de gobierno el apoyo del 53 por ciento de los ciudadanos que lo votaron, sino que su popularidad y la aprobación a su gobierno se han incrementado hasta alcanzar entre el 70 y casi 80 por ciento, según el sondeo o encuesta que se elija; algo muy pocas veces visto en el ejercicio del poder. Y lo ha hecho a pesar de afectar intereses importantes tanto en los círculos económicos como, en algunos casos, en la sociedad misma.

Sin duda, hay en la agenda lopezobradorista acciones plausibles que le reditúan en términos de popularidad y que han permitido al gobernante obtener esos índices de respaldo popular. El acercamiento cotidiano con la población, de manera presencial o a través de los medios es, sin duda, una de ellas. Desde Lázaro Cárdenas y, acaso, Adolfo López Mateos no se veía un gobernante al que uno pueda encontrar en los espacios de la cotidianidad como establecimientos de comida, aeropuertos, o en la calle comprando algún producto para su consumo, sin la barrera del Estado Mayor Presidencial o los consabidos guaruras, habituales en sus antecesores. Es, retomando el término de don Daniel Cosío Villegas, el “estilo personal de gobernar” que ha venido imponiendo el nuevo mandatario de la nación.

El combate a la corrupción es una de las facetas más creíbles y aprobadas de su discurso; pero sus frutos aún son demasiado magros como para cantar victoria. No hay peces gordos en prisión, a pesar de que se han evidenciado en investigaciones periodísticas y por los propios órganos de control gubernamental casos como los de Emilio Lozoya, Rosario Robles o el mismísimo José Antonio Meade por desvíos multimillonarios, sobornos y enriquecimiento presumiblemente ilícito. No se informa de la continuidad de las gestiones para la extradición de César Duarte a nuestro país, que debería conducir a desmadejar, junto con una investigación a fondo del caso Javier Duarte y de la relación de Lozoya con la constructora brasileña Odebrecht, la trama del financiamiento de la campaña de Enrique Peña Nieto en 2012. El indulto anticipado, anunciado por el hoy presidente desde su etapa como candidato, y la sospecha de pactos con Peña, empañan sin embargo uno de los aspectos más aplaudidos por la opinión pública en la actual administración.

La suspensión e inminente abrogación de la reforma educativa del sexenio anterior es una medida justa y necesaria para conciliar con el magisterio del país y sus sectores más activos (la CNTE), sometidos por ese proyecto supuestamente educativo a evaluaciones punitivas que a ningún otro sector de los servidores públicos se aplicaron.

La reducción de las percepciones de los altos funcionarios, incluido el presidente mismo, la eliminación de las pensiones vitalicias a los ex presidentes, el desuso del ostentoso avión presidencial comprado por Felipe Calderón para Enrique Peña, la eliminación de privilegios en vehículos, sobresueldos, escoltas y otros renglones para el funcionariado, la conversión de la casa presidencial de Los Pinos en museo y centro cultural, la supresión como tal del Estado Mayor Presidencial, la reducción de su propio sueldo, así como la reciente iniciativa para disminuir el financiamiento público a los partidos políticos, son medidas que también resultan en alta aprobación popular y que eran necesarias para frenar el dispendio y los privilegios de ciertas castas, aunque han llevado a fricciones con el poder Judicial y otros actores beneficiarios de tales prebendas.

La liberación de presos políticos y de reos por delitos menores, la conformación de la comisión de la verdad para el caso de los 43 de Ayotzinapa y el compromiso refrendado de esclarecer el paradero de esos estudiantes guerrerenses, el diálogo con las organizaciones de víctimas y defensa de los derechos humanos y la petición de perdón a Lydia Cacho y a otras víctimas de la violencia estatal, son acciones claramente encaminadas a la búsqueda de la justicia, pero que deben ir más allá de los simbolismos y rendir a la brevedad posible resultados en el ámbito penal contra los victimarios.

Otras medidas han resultado más polémicas y de menor aprobación; señaladamente la cancelación de la construcción del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, el gran proyecto y el gran negocio del sexenio peñanietista, que sí afectó intereses económicos muy fuertes y críticas no sólo de la alta burguesía y los organismos financieros, sino de algunos sectores de la sociedad y, desde luego, de una parte de los medios. Era una medida también necesaria para evitar, en lo posible, el ecocidio en marcha y la afectación a las comunidades rurales de la región de Texcoco, a las que el anterior gobierno no tomó en cuenta en su mega proyecto. López Obrador ha buscado, y logrado en alguna medida, neutralizar esas reacciones y compensar a los inversionistas afectados ofreciéndoles obra en su proyecto aeroportuario de Santa Lucía y otras obras. El espaldarazo que Carlos Slim —uno de los inversores del NAIM— dio al Presidente el 11 de marzo, en el acto de los 100 Días, es prueba de ello.

También otras decisiones políticas y de inversión han resultado sumamente discutibles y de previsibles efectos negativos para las comunidades locales y para el país. Ahora afecto a los megaproyectos, López Obrador ha decidido echar a andar la construcción del Tren Maya, el Proyecto Transístmico, la planta Termoeléctrica de Huexca, en Morelos y la construcción de la refinería en Dos Bocas, Tabasco. Es clara la intención de impulsar el desarrollo del Sur y Sureste del país, las regiones más rezagadas de nuestra geografía social y económica; pero se ha omitido la consulta a las comunidades afectadas —obligada, en el caso de los pueblos originarios, por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, del que el Estado mexicano es suscriptor— ni los estudios previos de impacto ambiental. Peor aún, el haber organizado y realizado una consulta de muy dudosa validez y veracidad en Morelos para el proyecto termoeléctrico ha concitado un amplio rechazo entre los descendientes de la estirpe zapatista, justo en el año que se ha dedicado oficialmente a recordar y honrar al Caudillo del Sur. Varios pueblos y comunidades de esa región han decidido considerar a López Obrador persona non grata por faltar a sus compromisos de campaña e imponer un proyecto que está lejos de tener consenso entre los morelenses.

En una lógica keynesiana y anticíclica, esos proyectos de inversión son una de las vías para la reactivación de la economía. La otra es la política social, que debe permitir ampliar el mercado interno, al elevar el consumo de los sectores deprimidos de la población, además de dar a éstos protección en su situación de vulnerabilidad. Pero esa política social ha resultado también más que contradictoria y parece no tener brújula ni objetivos precisos.

El programa que originalmente se planteó para la capacitación de jóvenes para el trabajo, por ejemplo, que hubiera implicado becas y ampliación de la oferta educativa en Conalep, bachilleratos tecnológicos, los centros de Capacitación para el Trabajo Industrial y sus correspondientes en los Estados, etcétera, se transformó en la práctica en un subsidio al sector empresarial para emplear y adiestrar aprendices (figura no contemplada en la Ley Federal del Trabajo) contratados en condiciones precarias, de inseguridad en el empleo y probablemente sin prestaciones completas; es decir, una nueva forma de informalidad en el trabajo. Y está por verse si esa política logra, como se lo propone, frenar la vinculación de los adolescentes y jóvenes a las redes de la delincuencia organizada o la práctica de delitos comunes.

En otra línea, se han eliminado los subsidios a estancias infantiles, comedores populares y a una gran cantidad de las llamadas organizaciones de la sociedad civil (OSC) u organismos no gubernamentales (ONG) que venían actuando en tareas de interés social y hasta en la defensa de derechos humanos. El razonamiento ha sido que en esas organizaciones existía lucro y corrupción financiados con recursos públicos. Y eso es cierto en una gran cantidad de casos, no hay duda; pero el retiro de las subvenciones se ha hecho sin un diagnóstico presentado previamente a la opinión pública de la operación de tales organismos, y en vez de sanearlos y rescatarlos selectivamente, se decidió pasar la guadaña al parejo dejando sin sustento incluso a asociaciones civiles libres de sospecha y que se encontraban arraigadas en la sociedad por servicios reales y desinteresados. Igualmente, se resolvió en el actual gobierno suprimir el Seguro Popular, creado por Felipe Calderón. La alternativa sería que las instancias del Estado (DIF, Secretaría de Salud, la ahora Secretaría de Bienestar, etcétera) pasaran a cubrir la atención a las necesidades de los sectores vulnerables y desamparados, y orientarse a lo que ha ofrecido el Presidente: eliminar la pobreza extrema en un sexenio; pero se ha optado, en varios casos, por otra salida: la entrega de los recursos de los programas sociales directamente y en efectivo a los beneficiarios, para que éstos los trasladen, en el mejor de los casos, a oferentes de servicios privados. Poco falta para que, si se descubre corrupción en el IMSS o el ISSSTE, se liquide esas dependencias y se entreguen sus recursos a los derechohabientes para que éstos acudan a los servicios privados de salud.

Las nuevas instituciones de educación superior que López Obrador está creando (Universidades para el Bienestar Benito Juárez García) tendrán también un papel en la política social. Diseminadas en múltiples regiones del territorio nacional, sobre todo en regiones marginadas, ofrecen llevar la enseñanza profesional, disfrutando además de becas, a miles de jóvenes que por diversas circunstancias han carecido hasta hoy de oportunidades de estudio en ese nivel. Es un proyecto sin duda atractivo, pero que contrasta con la restricción, reflejada en el presupuesto, de los apoyos a las universidades públicas ya establecidas y consolidadas, cuya oferta educativa es mucho más amplia que las recién fundadas, y que realizan tareas de investigación y difusión de la cultura que difícilmente éstas cumplirán. La huelga en la Metropolitana y las de otras instituciones de educación superior, ilustran las limitaciones de una política económica que insiste en conservar los topes salariales en el sector estatal, a contrapelo del discurso antineoliberal de las “mañaneras” de cada día.

Por otro lado, la Cuarta Transformación ha significado continuar con el adelgazamiento del Estado y la austeridad, tan gratos al gran capital y a los partidarios del neoliberalismo, mediante reducción de personal y disminución de los presupuestos en renglones sensibles como la educación superior, la investigación científica, la cultura y la administración pública en general. No olvidar que muchos trabajadores de esos ámbitos fueron votantes del hoy Primer Mandatario, ahora afectados en su estabilidad laboral o despedidos.

El tema no es menor. El combate al neoliberalismo (siempre dentro de una lógica capitalista; López Obrador no es en absoluto socialista) pasa por la reconstrucción y fortalecimiento del Estado de Bienestar, en gran medida desmantelado por los anteriores gobiernos, lo cual no sucede con la distribución de dinero a los beneficiarios de los programas sociales. La lógica del liberalismo y del neoliberalismo es la misma: el debilitamiento o liquidación de las instituciones estatales y organizaciones sociales y populares, sobre todo si éstas son de defensa de clase (sindicatos, uniones y movimientos), y la individualización de las relaciones entre los trabajadores y el capital y entre los ciudadanos y el poder político. En este caso, la política no vigoriza al Estado ni a los organismos de la sociedad civil, entendida en su sentido más amplio; pero sí reposiciona la figura del presidente como un proveedor que se relaciona directamente con el pueblo y sus sectores desfavorecidos, y el clientelismo electoral. No es casual que el censo de beneficiarios para los programas sociales haya sido levantado por jóvenes militantes y simpatizantes del Morena que ostentosamente portaban emblemas partidarios en sus atavíos, en una clara partidización de esos programas.

En otro renglón, la política más controvertida del lopezobradorismo es, sin duda, la de la seguridad pública, basada en una Guardia Nacional militarizada, con todo y reforma constitucional, y la permanencia de las fuerzas armadas por cinco años más en funciones de combate a la delincuencia. Es la renuncia al discurso antimilitarista previo a la elección del 1 de julio y la asunción, bajo una modalidad apenas matizada, de las estrategias de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto que tan costosa en violencia y víctimas ha resultado para la población de muchísimas regiones. Al combate al narcotráfico ahora se agrega la lucha contra los cárteles del huachicol, que ya ha cobrado también vidas y azuzado las disputas, particularmente en Guanajuato, entre distintas organizaciones delincuenciales.

El éxito de esa ruta de la militarización es una apuesta que depende de un control disciplinario del poder civil sobre los destacamentos militares y de la Armada, que Calderón y Peña no siempre tuvieron para evitar los recurrentes “daños colaterales” y violaciones a los derechos humanos. Muchas veces, en cambio, los poderes públicos encubrieron delitos y ataques de las fuerzas armadas contra la población civil, en escenarios que nadie desea que se vean replicados bajo el nuevo gobierno morenista. El rechazo a esa estrategia entre amplios sectores sociales seguirá presente, a pesar de la unanimidad lograda en el poder Legislativo para aprobar las reformas constitucionales y las leyes que ahora darán cauce a la corporación creada por López Obrador.

La síntesis de los Cien Días es, en suma, un resurgimiento del presidencialismo, con nuevas modalidades, nuevo discurso y rasgos democráticos, pero que recupera la legitimidad carismática, bien arraigada en nuestra historia patria, más que la de la racionalidad institucional y normativa, para ponerlo en términos weberianos. El 11 de marzo en el Palacio Nacional, López Obrador no dejó de refrendar su compromiso con la realización de un plebiscito o consulta para la revocación o refrendo de mandato en 2021, coincidiendo con la elección de los diputados en el Legislativo federal. Veremos a López Obrador en el papel en el que mejor se desempeña, el de candidato, impulsando además a los postulados por su partido, para tratar de conservar la mayoría en la Cámara de Diputados que ya alcanzó en 2018, apostando al éxito de su políticas económica, social y de seguridad pública durante la primera mitad de su mandato, y arriesgándose al rechazo de las oposiciones, del sector beligerante del capital y de los decepcionados y arrepentidos que ya dan señales de abandonarlo.

Hasta hoy, por los niveles de aceptación y aprobación antes referidos, ese rechazo dista de ser mayoritario, pero el éxito del gobierno de la autoproclamada Cuarta Transformación dependerá del crecimiento económico, el empleo, la mejoría del bienestar social de las mayorías y avances perceptibles en la seguridad y abatimiento de la violencia, conforme a las altas expectativas generadas desde la campaña de 2018 y el triunfo popular del 1 de julio. Hasta ahora, las condiciones y la opinión pública favorecen al gobernante tabasqueño; pero lo que sí podemos avizorar con certeza es que si éste fracasa, no vendrá a ser relevado por otras fuerzas a su izquierda, con mayor compromiso social, sino por una derecha renovada y muy probablemente más agresiva y revanchista, como se ha visto en la Argentina, Brasil Estados Unidos, Francia y otros países del mundo.

Eduardo Nava Hernández

Eduardo Nava Hernández: Politólogo – UMSNH.

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