México: El gobierno del pueblo

La resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) sobre la consulta popular es un paso entre el laberinto de trucos, ardides y argucias legales que han estado en juego para hacer nugatoria una garantía consagrada en la Constitución en su artículo 35. Este es el primer intento serio cuyo futuro se ve, no obstante, completamente oscuro.

Ha habido antes cuatro tentativas, iniciadas por partidos políticos: el PRI solicitó someter a consulta popular la reducción de los partidos plurinominales; el PAN quería someter a consulta el incremento del salario mínimo, el PRD y Morena, cada uno por su lado, la eliminación de la reforma energética. Cada una fue desechada por la SCJN por inconstitucionales. Esta vez, de acuerdo con el artículo citado en su fracción VIII, la consulta ha sido solicitada por el Presidente de la República, acompañado en términos políticos por 2.5 millones de firmas ciudadanas, y la Corte la ha declarado constitucional.

No hemos tenido nunca una democracia popular y este ejercicio sobre los espurios presidentes del pasado –más allá de los resultados de los remotos procesos legales para juzgarlos por sus fechorías– puede constituirse en una lección política para las mayorías, una experiencia de democracia participativa que invitará al pueblo a repetirla y, más aún, a iniciar procesos de iniciativas para abrir canales de participación política en los asuntos del Estado, en los niveles nacional, estatal y municipales.

Una sociedad compleja, desigual y diversa como México, está impedida de resolver sus inmensos problemas sólo mediante los mecanismos de la democracia representativa. El régimen neoliberal no se atrevió a eliminar el contenido categórico y fundante del artículo 39 constitucional, que proviene de la Constitución de 1857 y que es piedra básica principal del pacto social de 1917: La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.

Se trata de una institución insuperable. Aun remontar el régimen capitalista por una revolución ciudadana, quedaría enmarcado en esa amplísima garantía constitucional. En el pueblo reside la soberanía nacional, lo que significa que, para el pacto social fundante de México, soberanía nacional y soberanía popular son sinónimos. Del pueblo procede cualquier poder público, y todo poder público es instituido para beneficio del pueblo mismo. La forma de gobierno, sea la liberal clásica con sus tres esferas–ejecutiva, legislativa y judicial–, o cualquier otra, pueden ser reformadas o cambiadas por determinación del pueblo.

A los liberales el pueblo les produce alergia eruptiva. El pueblo y la palabra pueblo. Arnaldo Córdova dejó escrito lo siguiente: “Lo que es el pueblo lo deja perfectamente claro el capítulo IV del título primero de la Constitución [De los ciudadanos mexicanos, artículos 34 a 38]: son los ciudadanos los que integran el pueblo, el cuerpo político de la nación… Esos ciudadanos son el pueblo que decide por la nación y la sociedad de los mexicanos”. Arnaldo escribe, en un ensayo memorable con referencia al artículo 39: la autoridad del pueblo es incontrovertible, irresistible, inalienable, imprescriptible, exclusiva, intransferible y absoluta, para decidir el destino de su nación, la sociedad organizada políticamente (El principio de la soberanía popular en la Constitución mexicana). En ese ensayo elabora la disección pormenorizada de cada uno de esos términos. Para los liberales las confusiones aumentan cuando la calidad individual de ciudadano se sobrepone a la realidad de millones de mexicanos de ser miembros de una comunidad, especialmente de las culturas originarias. Esos ciudadanos no se conducen como el individuo egoísta autónomo propio de la sociedad liberal, sino como células de un todo superior: la comunidad. Para los liberales la comunidad es el atraso.

Vaya falacia: la violenta instalación del régimen neoliberal llegó acompañada de la celebración, por todo el mundo, de la transición a la democracia. Eran grandes logros sociales cantados con loas y fanfarrias. Treinta años después la transición nos llevó a todos cada vez más lejos de la fórmula de Lincoln: la democracia como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La transición fue una transfiguración de lo que hubiere para obsequiarnos una democracia en los huesos: un conjunto de reglas y procedimientos carente de cualquier contenido relacionado con la equidad (la democracia sin adjetivos), ayuno de toda sustancia ética orientada a la organización de una buena ­sociedad.

El pueblo excluido de todo lo instituido por el pacto social de 1917, comparte las mismas prerrogativas y garantías de cualquier ciudadano. Es hora de volverlo realidad efectiva y sustantiva; y si ese rumbo incluye una consulta que al final busca castigar a sus verdugos, bienvenida sea.

José Blanco

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