México – Hacia un Estado burocrático-militar

En la noche del 4 de octubre el Senado de la República aprobó, reuniendo a las justas los votos de las dos terceras partes de los legisladores presentes, la reforma presentada por la diputada priista Yolanda de la Torre al artículo transitorio del artículo 21 constitucional para prolongarla hasta 2028 la presencia de la fuerza armada permanente en funciones de seguridad pública.

La minuta aprobada con 87 votos a favor y 40 en contra, recibió apenas dos más de los necesarios, gracias a que la mayoría de los legisladores priistas y dos perredistas la avalaron, justo después de que, antes de la sesión, la Cámara Alta recibiera la visita del secretario de Gobernación Augusto López Hernández.

La promoción de esa iniciativa, que ya previamente había arrojado saldos como la designación de su autora como magistrada en el poder Judicial de Durango, por el contexto general de la militarización a la que el país ha sido llevado desde el gobierno de Felipe Calderón, pero particularmente en los últimos cuatro años, está cargada de fuertes significados políticos y simbólicos. También por los acontecimientos más recientes en los que el ejército se ha visto involucrado: la investigación realizada por la Comisión de la Verdad y Acceso a la Justicia para el caso Ayotzinapa y el tercer y último informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que involucran a militares en la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa o su encubrimiento; y en los días recientes el robo de información de las bases de datos de la Defensa Nacional realizado por el grupo internacional de hacktivistas autodenominado Guacamaya, que ha sido compartida a diversos medios nacionales.

Ahora sabemos, por los dos informes referidos y la filtración, que el ejército tuvo conocimiento directo y en tiempo real de lo que ocurría en Iguala aquella noche del 26 de septiembre de 2014, pero no intervino para impedir el ataque armado ni el secuestro y desaparición de los estudiantes, que probablemente seis de éstos estuvieron en las instalaciones del 27 º Batallón, y que incluso pueden haber sido ejecutados por órdenes del comandante de éste, el coronel José Rodríguez Pérez, luego ascendido a general.

Sabemos también, por el Guacamayazo, que el secretario de la Defensa, Luis Crescencio Sandoval, intercedió ante el presidente López Obrador en favor del capitán José Martínez Crespo, preso por sus presuntos vínculos con el cártel Guerreros Unidos y la desaparición de los jóvenes normalistas. Y que la Sedena adquirió, en 2019, ya bajo este gobierno, el software invasivo Pegasus, con el cual ha intervenido teléfonos de periodistas y activistas y mantiene vigilancia sobre grupos feministas que han denunciado violaciones por el ejército a derechos humanos.

Y las revelaciones derivadas de los millones de documentos hoy en poder de algunos medios apenas comienzan. El primer tema, el de la salud del presidente López Obrador, importante, no es para nada el de mayor relevancia, aunque él mismo haya salido a controlar los daños reconociendo que el hackeo y la cuestión de su atención médica eran reales. Estamos ante la muy posible revelación de los alcances del poder que los militares han obtenido desde el gobierno calderonista, pero sobre todo en el actual de López Obrador.

La Sedena tiene una estrategia de defensa de sus miembros en todos los frentes. No sólo la intercesión por Martínez Crespo, sino el permitir que el imputado general José Rodríguez Pérez dé entrevistas desde su reclusión en una prisión militar, no civil como correspondería al tipo de delitos de los que se lo acusa, y, desde luego, el negar el espionaje ya evidenciado con documentos y pruebas periciales.

Se dice que no es el ejército sino miembros de éste en particular quienes presuntamente han cometido delitos, lo que en principio es cierto. Pero también lo es que esos miembros individuales usaron la estructura del ejército, sus cadenas de mando y quizás hasta sus instalaciones para cometer las transgresiones que se van acreditando; y es también esa estructura institucional la que ha permitido ocultar la verdad durante ocho años.

El presidente también ha salido a controlar los daños. Ha reconocido que la sustracción de información es real, y que las primeras revelaciones, tocantes a su estado de salud, también refieren datos ciertos de sus cuidados médicos. Pero, igual que los militares, niega, pese a la documentación presentada, que exista el espionaje a civiles, ya avalado por estudios del instituto canadiense Citizen Lab. La pregunta es hasta dónde se podrán seguir negando hechos de los que ahora, con el hackeo y difusión de los documentos de la Sedena, se van acumulando constancias. ¿Bastará con seguir repitiendo cada mañana el consabido “no somos lo mismo” para conjurar las evidencias?

El tema no es menor, ni se limita a la seguridad pública, puesta en su totalidad en manos de la milicia desde que también, por una reforma inconstitucional a la ley de la Guardia Nacional, se la ha incorporado como parte del ejército nacional. Todo esto viene a complementar el creciente poderío social, político y económico del que se ha dotado a las fuerzas armadas. Como se ha dicho hasta la saciedad, el presidente ha puesto en manos de los militares la construcción de obras de ingeniería civil, la distribución de vacunas y libros de texto, la administración de las aduanas y de los puertos, el manejo del aeropuerto Felipe Ángeles y el previsto del Tren Maya, el corredor interoceánico del Istmo y de nuevas estaciones aéreas. Los documentos de los ya llamados Sedenaleaks exhiben también el proyecto de los mandos militares de manejar una empresa de aviación civil, lo que tuvo que reconocer el presidente y justificarlo como una forma de financiar las pensiones del ejército.

Se trata de un recurso de gobierno nada nuevo, pero sí renovado durante el actual sexenio. Ya en la etapa de conformación del Estado mexicano, Porfirio Díaz y Manuel González facilitaron y estimularon que militares ocuparan los gobiernos estatales y senadurías y se enriquecieran convirtiéndose en hacendados y empresarios mineros, forestales o comerciales. Así se garantizaba su lealtad al presidente y se evitaban revueltas y sublevaciones contra el gobierno central. Igualmente, después de la Revolución emergió una nutrida capa de generales enriquecidos, particularmente durante los gobiernos de los sonorenses. No sólo Obregón y Calles se hicieron poderosos empresarios agrícolas y ganaderos; Aarón Sáenz se adueñó de la mayoría de los ingenios azucareros, Abelardo Rodríguez de los casinos de Tijuana, Saturnino Cedillo devino el acaudalado cacique y hacendado de San Luis Potosí, y una pléyade de otros militares de alto rango formaron la casta de los nuevos ricos “robolucionarios”.

La diferencia, ahora, es que la propiedad de las empresas recién creadas por el Estado no sería de los individuos, sino de la corporación castrense; pero el enriquecimiento de los galoneados sería similar al que se vio en esos periodos de primacía marcial: un neoporfirismo, como le ha llamado Andrés Manuel López Obrador.

Se trata de una metamorfosis profunda del Estado y el régimen político. Los altos mandos de la Sedena han logrado la cancelación de 16 órdenes de aprehensión contra militares, obtenidas por la FGR con base en elementos probatorios de 2020, lo que seguramente fue el hecho decisivo de la renuncia del fiscal especial para el caso Ayotzinapa, Omar Gómez Trejo. Ahora ha sido sustituido por Rosendo Gómez Piedra, que ha sido director jurídico del Fonatur y, antes, abogado general y comisionado para la transparencia en la Secretaría del Bienestar. En el gobierno de Arturo Núñez en Tabasco fue secretario de Gobierno; en suma, un miembro del grupo Tabasco encabezado ahora por Adán Augusto López Hernández.

El mando militar ha podido, según el informe del GIEI, desobedecer la orden del presidente de la República de entregar todos los documentosrelacionados con el Caso Ayotzinapa, lo que echa por tierra el mito de un ejército sometido al poder presidencial. El argumento central de la presidencia, sus representantes y voceros es que, de hallarse responsabilidades, éstas son de miembros del ejército en lo personal, no de la institución. Pero las evidencias apuntan a que esos individuos con mando usaron las estructuras de mando de la institución, y hasta sus instalaciones físicas, para propósitos no institucionales, como la desaparición y tortura; y también para el ocultamiento de la verdad durante ocho años. En esa institución el presidente López Obrador deposita su total confianza y nos pide que hagamos lo propio.

Estamos ante unas fuerzas armadas que son un factor de poder real —según las caracterizó Pablo González Casanova en 1965—, con gran autonomía efectiva, incluso con respecto del titular del Ejecutivo, y con un espíritu de cuerpo más fuerte que su declarada lealtad al Ejecutivo o a un abstracto concepto de nación. El ejército como corporación genera intereses propios, más allá de las autoridades civiles, y más lo hará cuanto más se pongan en sus manos elementos de poder político y económico. Ya puede hablarse, entonces, de un virtual cogobierno cívico-militar o burocrático-militar, similar al que por muchos años vivieron naciones como Colombia. Esta actualizada conformación del poder no será fácil de desmontar, y seguramente permanecerá como un factor preponderante del Estado durante por un largo periodo más allá del presente gobierno.

Eduardo Nava Hernández

Eduardo Nava Hernández: Politólogo – UMSNH.

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