México y Estados Unidos: La inercia

De modos distintos, por décadas se ha hecho referencia a la integración de México a Estados Unidos. La preposición a, y no con, es la correcta porque todo ha ocurrido por la fuerza incontrastable de Estados Unidos y la complicidad expresa de los neoliberales mexicanos. Este camino empezó bajo la batuta de Carlos Salinas. En nuestros días la integración se menciona sin más, como un asunto hecho y derecho; ya nada es preciso pensar, sólo buscarla con mayor ímpetu para consumarla.

En las primeras palabras de su muy celebrado discurso frente al Narciso desequilibrado del norte, el presidente López Obrador dijo: “Como es sabido, América del Norte es de las regiones económicas más importantes del planeta. No obstante, nuestra región es inexplicablemente deficitaria en términos comerciales… El nuevo tratado busca… revertir este desequilibrio mediante una mayor integración de nuestras economías…”. Luego el canciller Ebrard y la secretaria de Economía Márquez Colín, refiriendo asuntos de la visita presidencial, mencionaron la integración, no como asunto sustantivo expreso sujeto a deliberación, sino como lo que ha sido: parte de un lenguaje como admitido por todos, referido como asunto agotado y archivado.

Tal vez sea tarde, quizá nunca lo sea, pero debiera ser evidente que siempre habría sido necesario contar con una visión estratégica de largo plazo que incluya de modo coherente la dimensión económica y la política. Integración no, o sí, y cómo.

Acaso muchos mexicanos piensen que puede haber integración económica, sin que ocurra nada a la soberanía política, tan celosamente invocada y defendida por tantos mexicanos a lo largo de la historia: cuántos debates demandaría poner en claro esa relación cuya complejidad no para de crecer. Un día, hace tiempo, se habló de vecinos distantes –palabras recordadas por el Presidente en su discurso, y título de una obra de Alan Riding–, y todo el tiempo tuvimos esa queja popular tan ilustrativa de nuestra experiencia histórica: Pobre de México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, pergeñada por Nemesio García Naranjo.

Esas disonancias nacionalistas comenzaron a ser alejadas cuando Salinas tomó el rumbo de asumir como prioridad y como necesidad nacional la integración institucional y real de la economía de México a la del vecino. La concreción de la nueva ruta fue la firma del TLCAN en 1992. Las reformas económicas neoliberales, impulsadas por los organismos internacionales en el contexto del por entonces célebre Consenso de ­Washington, constituyeron el marco general que impulsó el TLCAN. No es necesario abundar mucho en ello: la firma impresa en ese tratado no fue precedida por un plan estratégico de largo aliento sobre el destino de México; fue pragmatismo puro derivado de las reformas neoliberales puestas en acto después de la crisis de 1982. Esas reformas fueron mucho más lejos que las políticas y medidas necesarias para contender con la enorme deuda de aquellos años; la privatización a diestra y siniestra, por ejemplo. Se consolidó también, con el TLCAN, la formación de un espacio de garantías legales e institucionales para los capitales de Estados Unidos.

Y las reformas siguieron: en abril de 1994 le fue dada la autonomía al Banco de México en consonancia con el duro y profundamente antisocial camino del neoliberalismo construido para México. La banca central, cuya operación está regida por los grandes bancos privados internacionales y sus agencias calificadoras (como en casi todo el mundo), y una política económica atada al mito del pecado del déficit fiscal, fueron también, junto con el TLCAN, enorme herencia del neoliberalismo sembrado hondamente en las instituciones y en las conciencias de México. Ese régimen produjo unos pocos mil millonarios y decenas de millones de parias.

Andrés Manuel, un presidente popular sin precedente por su aceptación entre las mayorías excluidas de la historia, ganó con un programa expresamente contrario al régimen neoliberal. Su victoria abrió un mundo de posibilidades al océano de pocilgas atestadas de miseria. Pero defiende el superávit fiscal y, claro, el T-MEC.

Por hoy la pandemia venció a los defensores del superávit. Hasta el FMI se volvió keynesiano; las políticas contracíclicas están de vuelta. Pero el T-MEC tiene implicaciones ingentes. Sí, está más que claro: el Presidente no podía sino actuar con urgencia frente a una coyuntura extremadamente adversa; la inmensa pobreza no espera, cada hora, cada minuto, cuentan gravemente. AMLO, por tanto, no arriará la bandera de primero los pobres.

Pero no deberíamos echar al olvido y para siempre un debate nacional indispensable. La honda dependencia económica de México ocurre en un escenario de cambios masivos en el mundo. Ahora mismo la globalización muta hacia otra donde serán más severos y atrincherados los bloques regionales. La geografía y la historia nos empujan a meternos más aún debajo de la férula de un imperio en declive. ¿No tenemos más destino que la inercia?

José Blanco

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