Milei y la hegemonía estadounidense

Se atribuye al marxista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) uno de los más profundos abordajes sobre del concepto de hegemonía, para identificar tras esa categoría una de las formas en que se despliega la lucha de clases.

Gramsci siguió la crítica de Marx sobre el rol del Estado como forma de organización de la clase dominante para garantizar la explotación de las mayorías y la clarificación de Lenin sobre el papel de los aparatos represivos como expresión determinante de la forma Estado, para sumar a dicho recorrido teórico la identificación de los dispositivos ideológicos de la dominación, como complemento necesario. Por ello, pensó la hegemonía como una constelación de dominio que apunta a la formación de un amplio consenso entre los gobernados sobre la base de identificar los intereses de la clase dominante como intereses propios, y por ende comunes. Así, la proyección hegemónica buscaría que las relaciones sociales sean aceptadas por las mayorías oprimidas y explotadas, y que sean incluso por ellas reproducidas. Hacer del dominio de clase una situación natural y por ende incuestionable es el objetivo culmine de tal espectro de la dominación de clase, es decir, de un sector de la sociedad sobre otro. Desde luego, Gramsci no expuso la hegemonía como un logro consolidado de la clase dominante, sino que señaló su carácter de práctica constante y dinámica. La hegemonía debe entenderse como un proceso de disputa permanente, susceptible de conflictos y generador de resistencias y resignificaciones potentes.

Para nuestro conflictivo ámbito local, no sería acertado decir que nos encontramos ante la afirmación de un nuevo modelo hegemónico encabezado por el recién electo presidente. Tampoco que tal proyecto tenga el respaldo de un bloque político bien definido y de prolijo funcionamiento. Más bien, resulta llamativo reconocer que un candidato como Milei, que expresó sin tapujos sus planes de ajuste socioeconómico y que sumó sin sonrojarse a una vicepresidente que reivindica y promete la represión político-ideológica como política pública, hayan sido receptores del voto de una población cada día más precarizada y empobrecida. Que ese discurso haya sido aceptado como válido por tanta gente pareciera, en principio, la afirmación de una naturalización del desquicio como sentido común imperante. Pero, hay relevantes aspectos que permiten cuestionar esa hipótesis. Primero, debe recordarse que de una población total de algo más de 46 millones de personas y 35 millones y medio de electores, participaron efectivamente 27 millones de votantes (el 76% de quienes podían hacerlo). De tales, fueron 14 millones y medio de personas quienes sufragaron en favor de la formula Milei-Villarruel; esto es casi el 56% de votantes, o el 40% de electores, o el 31% de la población total del país: cambia según desde donde se mida. También cambia si recordamos que el balotaje es un sistema inicialmente impuesto por el régimen dictatorial de 1972 y luego revalidado por el no más legitimo modelo menemista en la reforma constitucional de 1994. Se trata del reacondicionamiento burgués a la decadencia del sistema electoral mediante el cual se busca generar un efecto de legitimidad a las candidaturas que el mismo régimen sustenta. La obligatoriedad del voto dentro de un modelo de representación restringida a solo dos opciones no es una ampliación de la participación ciudadana sino, a todas luces, una restricción democrática que hemos aceptado como forma válida y “normal” de resolver las disputas electorales: pero no es ni una cosa ni la otra. Pero más relevante que este argumento crítico sobre la falsedad del sistema de balotaje es el señalamiento sobre la creciente irrelevancia del sufragio como forma de evaluar la ideología o el posicionamiento político de la población. Esta afirmación también encuentra su respaldo en la practica evidente de despolitización del sistema electoral burgués, que cada vez más se respalda en el marketing como sostén de “invención de candidatos”. El sistema oligopólico de medios de comunicación y el aún más concentrado esquema de dominio sobre las plataformas virtuales y redes sociales de entretenimiento, han pasado de ser respaldos a ese marketing a convertirse en los puntales de avanzada para condicionar los resultados electorales. Por ello, la opinión pública es tan volátil como un reel de Instagram. Aunque, si miramos al pasado también podríamos cuestionarnos si el voto es el único o el mejor medio para “medir” el sentido común de la población. La experiencia política de los pueblos ha llevado a construir resistencias y resignificaciones al sistema representativo burgués tras las cuales se esconden variadas formas de participación que hacen que un voto no sea un titulo tras el que se entrega la conciencia. El voto puede ser, en circunstancias específicas, incluso una forma de lucha contra el propio sistema.

Desde luego, ninguna de estas reflexiones sirve para negar la evidente realidad, manifiesta en el resultado electoral. Esta evidencia problemática se puede resumir en la idea de identificar un creciente corrimiento a la derecha del sentido común de la población, con la consecuente aceptación como “normal” de expresiones crecientes de lo que voy a denominar modelo hegemónico estadounidense y sus múltiples expresiones. No se afirma con esto que Milei ha impuesto un sentido común, es más bien al revés. La victoria electoral es la manifestación de un fenómeno creciente (no consolidado) de asentamiento de novedosos parámetros hegemónicos (en el sentido gramsciano).

Imperialismo y hegemonía yanqui

¿Cuál sería entonces ese modelo? Opiniones variadas han postulado la idea de que se trata de un sistema imperialista decadente. Por un lado, sostienen que esa decadencia se ve reflejada en el retroceso económico estadounidense frente al exponencial crecimiento chino. También, se afirma que el imperialismo norteamericano está siendo disputado por “otros imperialismos” como el de la propia China, Rusia, o un sistema de alianzas en donde además de los anteriores entran Irán y la India, y quizás algunos otros. En el mismo sentido, otros autores exponen que las erráticas avanzadas militaristas yanquis (Afganistán, Irak, Siria, etc) son la prueba más fehaciente de su decadencia, pues no solo evidencian su fracaso en la supuesta guerra contra el terrorismo sino en la masificación del ideal de ser la nación llamada a expandir la democracia por el mundo. Pero, contrario a estos planteos, creo verosímil sostener que el sistema imperialista estadounidense mantiene vigorosamente sus aspiraciones de dominio global y expresa una proyección de construir hegemonía que se encuentra en avanzada. Ese militarismo desenfrenado es su muestra de fuerza, y no su decadencia.

Recordemos que la hegemonía, como sistema ideológico, se sostiene en un conjunto de condiciones materiales que favorecen ciertas ideas o supuestos. Ese conjunto de condiciones materiales no es otra cosa que la forma de organizar las relaciones de explotación de una clase sobre otra y que, en la actualidad, esa explotación no distingue fronteras nacionales. La explotación de la fuerza de trabajo se organiza a nivel planetario en favor, principalmente, de la burguesía imperialista que obtiene los mayores réditos, apoyada por las burguesías locales que, a cambio de pingues beneficios, garantizan el traslado masivo de riqueza de distintos países a los centros de poder global.  Eso es el imperialismo y, en la actualidad, es la burguesía estadounidense la que muestra con mayor coherencia un plan global de dominio y explotación del planeta, lo que incluye no solo el aprovechamiento de la fuerza de trabajo (barata o gratuita) en otras regiones del mundo, sino la provisión de recursos o expoliación de bienes comunes naturales provenientes de otras regiones (también a bajo o nulo coste y con externalización del impacto ambiental por tal expolio). Para clarificar tal dimensión del imperialismo vale recordar que ninguna de las potencias económicas del momento cuenta con una dimensión organizativa que intente cambiar este sistema. Así por ejemplo vale anotar que ni Alemania ni Gran Bretaña ni la Unión Europea en su conjunto pueden reconocerse como modelos que disputen con Estados Unidos. Por el contrario, son su principal socio en ese imperialismo actual de sistema de alianzas que encabeza la potencia norteamericana. Lo mismo podría decirse de otra de las 5 grandes economías del mundo: Japón, que no solo económica sino políticamente es un asociado incondicional yanqui. Rusia, si bien no es un aliado, tampoco esboza un modelo imperialista. Tal como ha sucedido desde la Rusia zarista del siglo XIX sus mayores pretensiones expansionistas gravitan en su órbita vecinal euroasiática, con el objetivo de lograr un sistema de alianzas regional que le permitan fortalecer sus propios intereses y defenderlos medianamente ante las crecientes pretensiones del imperialismo occidental. China, más allá del creciente avance de su economía, de la capacidad de penetración global de sus mercancías, del exponencial aumento de sus inversiones, tanto en industria como en servicios y, en especial, en expolio de materias primas del sur global, y del vertiginoso avance de su capacidad bélica, no expresa un modelo imperialista alternativo ni de disputa frente al norteamericano; vemos más factible su intención de participar en mejores condiciones del sistema imperialista de alianzas que encabeza el gendarme de Norte América.

¿Cuál es entonces la especificidad de la hegemonía yanqui? En mi opinión, se trata de la capacidad de generar una visión del mundo como campo de batalla y, correspondientemente, el imaginario sobre el sentido de la vida como de mera sobrevivencia. Aunque parezca contradictorio, y seguramente no se acompase con la ideología de quienes ahora leen este escrito, debe recordarse que no se trata de estar personalmente de acuerdo o en desacuerdo; sino de evaluar las expresiones del sentido común o la opinión pública imperante, y la posibilidad de enmarcar dentro de tales esquemas bélicos (el campo de batalla y la sobrevivencia) la perspectiva de sentido de muchas de las prácticas sociales contemporáneas. Y recuérdese también que tales imaginarios están absolutamente imbricados a condiciones materiales de existencia que, en la actualidad y de forma creciente, evidencian el deterioro de las condiciones de vida de cada vez más personas en el planeta (y el aumento de la riqueza de los multimillonarios del planeta). La cotidianidad que ampara el sentido común nos expone cada vez más a un modelo de racionalización, productivismo y competitividad que son la forma cotidiana de relacionamiento social equivalente al formato de producción económica. En otras palabras, la vida ha sido transformada en una experiencia si no dolorosa, al menos dificultosa: una concatenación de sacrificios y padecimientos apenas interrumpidos por esporádicos instantes de placer. El tejido social de contención ha sido cambiado por un espectro de rivalidades en donde la fuerza, eficacia o malicia son elementos fundamentales para mantenerse a flote. El trabajo ya no solo es un castigo (como en la metáfora bíblica) sino un privilegio escaso. Cubrir las necesidades básicas de la producción y reproducción de la vida depende cada vez más de un balance en el cual la suerte se mezcla con la violencia, y en donde solo unos pocos logran sobresalir, generalmente a costa de otros muchos. Por eso, en este escenario real, cobran fuerza y adquieren sentido los discursos dominantes sobre la supervivencia del más hábil, la naturalización de la sociedad como un sistema de selección de los mejores y la vida misma como un trayecto de sacrificios cuya meta es el éxito individual, expresado usualmente como consumo. Desde luego, no se quiere argumentar con esto que se trate de un ideal muy apetecible o con gran poder de convocatoria. Por ahora siguen siendo pocos los entusiastas seguidores del ideal fascista de suprimir a los débiles como proyecto social. Más bien, la gran capacidad de la hegemonía que estamos describiendo consiste en permear con pesimismo y apatía el sentido común de cada vez más personas en todas partes. Del mundo como campo de batalla al otro o la otra como enemigos hay un solo paso. La sensación de que ya nada tiene arreglo o que todo está perdido es una expresión clara del sentido común imperante. Y si, como se dijo, esos imaginarios se despliegan dentro de experiencias concretas que permiten percibir que, como reza el adagio popular, llegar a fin de mes es cada vez más difícil, pues resulta posible entender el desánimo, desespero, rabia y odio como mentalidades en expansión.

Cada vez son menos las mentes ingenuas que creen que Estados Unidos es un adalid de la libertad y que sus “guerras preventivas” se hacen para salvarnos del terrorismo internacional. Algunos prefieren mirar para otro lado o intentar justificaciones que ni ellos creen. Pero cada vez más personas entienden que se trata de la mera imposición de la fuerza amparada en una ambición de acumulación de riqueza y poder. Se entiende que lo hacen porque pueden, y se acepta que sea así porque nada ni nadie lo puede impedir. Se naturaliza una visión del mundo en donde el más fuerte y hábil adquiere de hecho el derecho de oprimir. No se aplaude la barbarie belicista norteamericana, pero se acepta que se han ganado ese lugar y no hay nada que se pueda hacer, más que intentar sobrevivir. Y para sobrevivir hay que ser eficaz y egoísta, o al menos eso propone el sentido colectivamente dispuesto. Ganarse la vida a los codazos, escalar posiciones pisando cabezas, y demás metáforas por el estilo, son la expresión popular de la más sofisticada retórica del emprendedurismo, la superación personal, el counseling o promoción del desarrollo humano, o la planificación de la vida. Detrás de todos esos discursos se esconde la invitación a aceptar que es natural que no todos gocen de las mismas posibilidades para satisfacer sus necesidades básicas, e igualmente normal que los derechos se vayan transformando en privilegios. Pasar de entender a los demás de competidores a rivales se normaliza; lo mismo ocurre de entenderlos de rivales a enemigos, y de allí a odiarlos. Por supuesto, no todos recorremos ese camino, pero la invitación está hecha. Y la hegemonía estadounidense es la expresión concreta de ese modo de entender la vida. Se normalizan bombardeos genocidas contra poblaciones inermes bajo el mismo paraguas ideológico con el que se acepta que el sentido de la vida es trabajar para consumir, y mostrar su capacidad de consumo a través de las redes sociales.

De vuelta al sur

La exaltación realizada en Argentina al modo de vida norteamericano es un fenómeno que ya no se limita a la reducida capa de la elite local. Desde luego que su modelo de consumo se mantiene vigoroso y sigue mirando al norte para tratar de imitarlo. Pero la capacidad de penetración de la hegemonía yanqui se ve reforzada con novedosos dispositivos que permean cada vez más a las clases explotadas por el propio sistema que terminan defendiendo. A la industria cultural yanqui que invadió las mentes argentinas imponiendo gustos y consumos, ahora se suma un sofisticado aparato tecnológico que evidencia su veloz eficacia. Tal tecnología, más allá de las ingenuas expectativas que algunos aún siguen teniendo por su supuesta amplitud democratizadora, no es otra cosa que el resultado de una muy controlada búsqueda de superioridad global y de perfeccionamiento del control de la población como parte del imperialismo. Las nuevas tecnologías de la información y comunicación  son esencialmente mecanismos que han perfeccionado la capacidad de control de la territorialidad a nivel global, con sistemas de geolocalización muy precisos, con capacidad de centralización y depuración de cantidades abismales de información nunca antes alcanzada y con creciente poder de homogeneización de los procesos productivos; todo conducente a la maximización de los beneficios extraíbles a nivel global (en cuanto a fuerza de trabajo y bienes comunes naturales). Pero, lo más relevante de esta forma de control es que resulta aceptada y replicada voluntariamente por la población controlada: no es necesario imponerla por la fuerza. Es tal su efectividad que ha pasado de usos militares específicos a ser eje del ordenamiento general de los consumos y la socialización de cada vez más personas. Uno de esos probados usos ha sido el de la intervención en las elecciones.

No se está queriendo decir que hubo una manipulación electoral a través de la cual la población argentina resultó engañada o manipulada. Se trata de algo peor. Como dije antes, entiendo que el resultado electoral local es solo la expresión del reforzado poder de la hegemonía estadounidense. La promesa de Milei, en resumidas cuentas, no fue por una sociedad mejor sino por un sinceramiento de lo que perciben como normal muchas personas; que para sobrevivir hace falta ser el más hábil y que en esa capacidad individual se encierra el sentido de la vida. No importa quien caiga en el camino, la apuesta del o la votante de Milei está puesta en esa promesa de recibir las mejores condiciones (individuales) para subsistir, cómo sea y sin pensar demasiado en el futuro. Si no hay educación pública no importa, pues total toda la educación pública ha fracasado. Si no hay salud pública nada se pierde, pues el sistema es inoperante. Lo público es ineficaz y lo común va desapareciendo. Ese es el escenario de supuestos que van haciéndose sentido colectivo.

Esto se construye sobre la base del fracaso del peronismo del siglo XXI que ha pasado de dilapidar la confianza del pueblo a impedir la vinculación de los sectores populares con los ideales del cambio social y la transformación del sistema. Su apuesta por en capitalismo bien gestionado terminó en el descredito generalizado sobre la democracia como un régimen político garante de mejores condiciones de vida para las mayorías. Que a las juventudes votantes de Milei poco les preocupen las atrocidades del genocidio de la dictadura o el negacionismo de las Villarruel y Bullrich no es un logro de Milei, sino del kirchnerismo, que tan poco hizo por dotar a esa democracia de conquistas materiales reales y duraderas. De ser un recuerdo de añejos “años felices”, el peronismo pasó a estar representado por las ultimas candidaturas presidenciales del rejunte peronista (Scioli, Alberto Fernández, Massa) de inocultable perfil derechista. A eso se suma la inocultable inacción de Cristina Fernández en sus cargos públicos de senadora (durante el macrismo) y vicepresidenta (del albertismo), durante los cuales se destacó por no hacer absolutamente nada en favor del pueblo, más allá de discursos tan esporádicos como vociferantes pero inofensivos para el poder real y la creciente explotación de las masas populares que dice defender. El liderazgo kirchnerista ya no es más que una fachada que se sostiene cooptando las luchas y conquistas del pueblo, pero que no ha parado ni por un momento de llenar los bolsillos de los poderosos.

El mejor ejemplo del creciente poder de la hegemonía norteamericana ha sido poder identificar que el mayor fracaso del peronismo del siglo XXI (o peronismo realmente existente) radica en haber evidenciado, de forma imposible de disimular, la pérdida de su capacidad de control popular para la gestión del sistema productivo argentino en favor del gran capital imperial. El peronismo ya no es más la prenda de garantía local para que los saqueadores (foráneos y locales) mantuvieran el ritmo de sus negocios sobre la base de la integración de la clase trabajadora al discurso nacional-popular y la consecuente aceptación de la explotación de la clase trabajadora y el extractivismo de la naturaleza como ejes de la integración argentina al mercado mundial. Y no lo es, no porque el discurso dejara de coincidir con las aspiraciones populares, sino porque las concreciones de ese discurso son altamente disonantes y llevaron al empobrecimiento de esa población a la que supone favorecer, y al enriquecimiento de esa clase a la que supone detestar; ambas cuestiones son hechos tan indiscutibles que ni un peronista se atrevería a contradecir. Ni el propio Massa, más conocido como el hombre de la embajada yanqui, resultó ya prenda de garantía válida. El peronismo perdió su base de sustento popular, porque la gente se muere de hambre; así de sencillo. No digo que a Milei lo inventaran los yanquis, pero si que les viene como anillo al dedo para profundizar el despojo imperialista y amplificar su proyección hegemónica sobre nuestro pueblo. Seguir matando a la gente de hambre, pero bajo otro discurso más aceptable, esa es la apuesta.

No hace falta ser muy perspicaz ni saber mucho de economía para reiterar que el ajuste y la estanflación (inflación más recesión) que se vienen no son hipótesis, sino el anunció a viva voz (desde la campaña) del propio Milei y el equipo económico que lo acompaña (o que le impusieron). A lo cual hay que añadir que dicha fórmula económica solo puede aplicarse con represión. Lo novedoso es que tal marco represivo cuente con aceptación popular y sea parte de una bandera política; levantada para congraciarse con el amo guerrerista del norte. No casualmente los primeros pronunciamientos de política exterior del nuevo gobierno apuntan a un alineamiento con Estados Unidos y con Israel. Es un mensaje no tan entrelineas para decir que acá la democracia que vale es la democracia del más fuerte, y al que no le guste: bala! Quienes aplauden eso hacen parte de la hegemonía imperial; quienes miran para otro lado (o se desentienden de la política) también. Además, quienes se resignan a naturalizarlo como algo imposible de cambiar, o algo que es culpa de los otros; por su idiotez o su ingenuidad, también replican ese sentido común. Y quienes simplemente dicen que el mundo es una mierda y que todo está perdido, que no hay futuro y nada importa, no hacen más que dar fuerzas a la difusión expansiva de esa idea del mundo como campo de batalla y el sentido de la vida como sobrevivencia.

Pero, no olvidemos que la hegemonía no es un contrato social, ni una realidad dada. Es un proceso que, paradójicamente, cuanto más se fortalece más expone la necesidad de ser resistido. Cuanto más se expande, más amplía el espectro de sus resignificaciones y la procedencia de las mismas. Se trata de una dinámica históricamente identificada. El escenario invoca una respuesta urgente. No podemos decidirnos a luchar solo tras haber evaluado las posibilidades de victoria, sino de hacerlo entendiendo que de otro modo la derrota es inminente. La hegemonía imperial avanza abriendo diversos frentes, lo que hace que sean igual de diversos los lugares desde los cuales construir resistencias: porque hay que resistir, pero también es preciso construir. Necesitamos otro modo de vida; un modo de vida solidario. Urgen otras condiciones de existencia, donde el bienestar no sea un bien escaso ni donde el confort implique destruir el planeta. Son amplias las tareas y hay lugar para la participación de todes. El presente es de lucha, el futuro está en juego.

Andrés Pabón Lara

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