Nicaragua en su laberinto

Estaba cantado que después del bandazo conservador del presidente Lenín Moreno en Ecuador, junto con el fracaso de la ofensiva desestabilizadora en Venezuela, la agenda imperialista para América Latina iba a concentrarse en la pareja de gobernantes que, en otras épocas, fueron revolucionarios.

¿Estoy refiriéndome al primer caballero de Nicaragua, y a su bella esposa que lo tiene asido del lugar donde los machos decimos ¡ay! En efecto. Es por esto que hace rato Daniel Ortega ya ni siquiera es un HP de los nuestros (y vaya si abundan), tal como Franklin D. Rossevelt trataba al Tacho Somoza, el asesino del general de hombres libres, Augusto César Sandino (1934).

En consecuencia, el ex revolucionario que dirige el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) optó por ser tan sólo de ella toditito, y un poco de él también. Cumpliéndose la advertencia de una película que ahora no viene a cuento citar: “…si una dictadura es una revolución, se justifica. Si no es una revolución, entonces es una dictadura y nada más”.

Ahora bien. ¿Existe una definición precisa sobre ambos términos, cuando sobran ejemplos de dictaduras que engendraron revoluciones y revoluciones que terminaron en dictaduras?

Hace 39 años (19 de julio de 1979), el FSLN acabó con la dictadura de Tachito Somoza (hijo de aquél). Entonces, millares de jóvenes se dieron cita en Nicaragua, donde levantaron el puño o la V de victoria en alto. Con un dato a considerar: a diferencia de Sandino, jefe del Partido Liberal en Armas, los fundadores del FSLN (1961) entendieron que lo suyo era el marxismo-leninismo.

Por consiguiente, ahí vimos a la Martita Harnecker (hasta le pedí un autógrafo), con sus libros de flechitas y cuadritos que explicaban el marxismo a la carta, y cómo construir el socialismo ideológicamente correcto. A reglazos, algunos compañeros entendieron lo que se les ordenaba entender. Y a otros les estalló la cabeza.

Como fuere, la revolución sandinista fue extraordinaria. En el tramo final de la lucha, las juventudes de América del Sur sintieron una suerte de oxigenación que llegaba para compensar la derrota política de las izquierdas en sus países. Una época en que antes y después del triunfo, y vale recordarlo, los gobiernos de Cuba, México, Costa Rica y Venezuela prestaron su apoyo solidario y generoso. En suma, Nicaragua nos hizo felices.

Sin embargo, aquel triunfo nació marcado con la señal del diablo: el inicio de la revolución conservadora, el neoliberalismo y el capitalismo salvaje. Por ende, el pueblo de Nicaragua no tuvo respiro para pensar cómo hacer una revolución en un país paupérrimo de 3 millones de habitantes, y una extensión poco mayor que la del estado de Durango. Y así, a la guerra siguió otra más cruenta aún, que finalmente se ganó en el terreno militar y se perdió políticamente 10 años después (1990).

A esas alturas, las cosas del mundo habían dado una vuelta de campana: caída sin gloria de la gloriosa patria del proletariado, invasión del imperio en Panamá, consenso de Washington. Sólo la Cuba de Fidel resistió a un costo brutal, mientras en el FSLN implosionaban las famosas tres tendencias (tercerista, proletaria, guerra popular prolongada), que habían galvanizado su temple revolucionario y espíritu de unidad.

Hoy, nada queda de aquello. Apenas dos de los nueve comandantes siguen en el FSLN de 1979: Daniel y Bayardo Arce. Carlos Núñez y el legendario Tomás Borge fallecieron; Humberto Ortega y el mexicano Víctor Tirado se mantienen distantes, y Henry Ruiz, Luis Carrión y Jaime Wheelock son opositores que tratan de entender lo que pasó.

Subrayo, finalmente, una reflexión que acabo de leer, y que se ajusta como anillo al dedo al dilema de los sandinistas en el decenio de 1990: ¿Qué espacio cabe, en las democracias construidas sobre bases parlamentarias, para la constitución de un contrapoder que ponga límites concretos al capital y a la violencia ­represiva?

Una reflexión típicamente teórica. En algunos, continúa gravitando la configuración de las percepciones de aquellas tendencias del FSLN, aunque sin claridad con la noción de democracia, que muchas izquierdas continúan entendiendo como mero epifenómeno de la lucha de clases.

Porque en Nicaragua, la democracia siempre fue pasto de las fieras de la literatura, y el Parlamento un lugar para los negocios de liberales y conservadores primero, y de sandinistas renovados después. Laberinto ideológico, y auténtica tragedia política.

José Steinsleger

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