Paradojas de la peste globalizada

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La pandemia que se abate sobre el mundo tiene dimensiones de incertidumbre. Obligará a modificar hábitos, pensamientos y relaciones, tanto privadas como públicas. Hace tiempo que se presumía una catástrofe mundial de este calibre; sin embargo, los líderes del mundo capitalista, acostumbrados como están a oír su propia música, no entraron en razones. Basta con observar la reacción de la (¿todavía?) primera potencia mundial: un fatuo Donald Trump desdeñó los efectos del virus y estigmatizó a China. Y así le va.

El virus trajo consigo, además, algunas paradojas. En primer lugar, los países capitalistas más ricos del planeta son los que están sufriendo los mayores efectos de la pandemia. En ellos, los Estados más debilitados por el neoliberalismo reinante encontraron escenarios fértiles para la propagación de la peste. Europa y EUA son un ejemplo cabal. En su fundamentalismo de mercado, desfinanciaron los sistemas sanitarios para alimentar las arcas de la salud privada. Por el contrario, las naciones que no se sometieron a esas políticas están mejor preparadas para contener la catástrofe.

El Estado ampara, allí donde el capitalismo salvaje se desentiende. Los chinos “mantienen la peregrina idea de que el Capitalismo es un instrumento de China y no al revés”, tal como afirmó Jorge Alemán. La Cuba sitiada por un bloqueo de décadas exporta médicos y enfermeros. Es decir, solidaridad. Rusia envió a Italia aviones con expertos y equipos de ayuda humanitaria. China está ofreciendo al mundo suministros médicos y experiencia en la gestión de la epidemia. ¿No eran todos ellos los malos de las películas con las que crecimos? Y sin embargo son los que están más cerca de producir la vacuna que nos salve de la peste. ¿No es una ironía que quienes en la ficción salvaron al mundo de todas las plagas no puedan hoy contenerla siquiera en su propio territorio?

Las paradojas brotan en estos tiempos de calamidad. Si las pestes han estado históricamente vinculadas a la pobreza, por sus carencias de servicios sanitarios básicos, el coronavirus fue esparcido por el planeta a partir del turismo, una industria que se expandió en medio de la globalización. El crecimiento de las clases medias en las economías asiáticas y algunos otros países emergentes, el abaratamiento en los costos y las ofertas de la industria, han generado una explosión de viajeros por el mundo. El virus se desplaza en aviones, en cruceros, penetra fronteras, modalidades de una aspiración vital legítima, en especial para los sectores económicamente más favorecidos de las sociedades.

La pandemia nos obliga a reconsiderar pensamientos, proyectos y certezas. Quienes desprecian la palabra Estado descubren por estos días la paradoja de que su presencia es contenedora, abrazadora. La libertad, hoy amenazada por unos organismos microscópicos, parece subsumida ante la responsabilidad del bien común. Los medios de comunicación hegemónicos han restringido la cizaña para tiempos mejores. “Ahora cambiaron todos –dice el escritor Marcelo Figueras–, los neoliberales piden Estado, los troskos defienden las libertades ‘burguesas’, los antivacunas reclaman un pinchazo que los salve, los medios se hacen los democráticos y la oposición empuja para salir en la foto”.

La presencia amenazante del virus disparó el sentido de la fraternidad social. Solidaridad, aunque más no sea por temor, en la obediencia a unas medidas públicas que requieren del compromiso personal y comunitario. El aislamiento como única transfusión posible, la prevención higiénica particular como un imperativo para el cuidado de todos. Albert Camus lo retrató en su novela La Peste: “La enfermedad que aparentemente había forzado a los habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad. Esto era desconcertante”. El confinamiento al ámbito privado constituye, paradójicamente, el mayor rasgo de solidaridad que este tiempo requiere.

El concepto de libertad, tal como lo entendemos en occidente en tiempos asépticos, muta con el arribo de la pandemia: es una víctima más de la enfermedad globalizada. La paradoja es que esa libertad aparece subordinada al sentido colectivo de la responsabilidad, de una cierta disciplina comunitaria. En tiempos mórbidos, el bien común se impone a la libertad. No podemos sentirnos libres de hacer lo que queramos: es imperioso globalizar la responsabilidad. “Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”, profería en su obra, amargamente, Albert Camus. La ironía es que, para ser libres hoy, debemos permanecer encerrados.

La cuarentena obligatoria, con el estrés, el sedentarismo y la incertidumbre, produce tedio. El tiempo que transcurre, lento, transforma esa lentitud en parálisis, en estancamiento. “La sensación de fatalidad –expresa el escritor Rafael Narbona- de estar en manos de una calamidad sin término, embota la sensibilidad. Lo humano retrocede, el espíritu se adormece, lo biológico usurpa el lugar de lo racional. La monotonía se apodera de todo, aplanando los afectos y la capacidad de razonar”. García Márquez, en ‘El amor en los tiempos del cólera’, cuenta de manera descarnada la situación de aquellos que, a causa de la peste, han contraído “hábitos carcelarios. Entre éstos, la contemplación perniciosa de un paquete de postales pornográficas (…) Pero hasta esa distracción sin porvenir terminó por aumentar el hastío”.

Algunos ciudadanos reaccionan utilizando su libertad en perjuicio del otro. Son los que se niegan al aislamiento; los que, infringiendo la ley, violan la cuarentena. “Manijeados por cierta forma de anarco liberalismo, individualismo o supremacía del mérito –afirmó con lógico fastidio el productor y guionista Pedro Saborido en una entrevista radial- son los que terminan haciendo lo que quieren, porque no están acostumbrados a respetar, salvo a la guita o al estatus (…) ¿Tan libres se creen? (…) ¡si fueron unos tarados toda tu vida que hicieron lo que quisieron los demás!”.

Pero el encierro obligatorio por la crisis no solo genera tedio, ira y hartazgo, un mal menor para los sectores sociales que habitan en barrios y ciudades con infraestructuras apropiadas. En donde el hacinamiento, la falta de servicios y de higiene y la circulación de numerosos virus y bacterias son moneda corriente, la cuarentena requiere de asistencia. Allí el home office resulta una quimera burguesa. El simple lavado de manos, una de las más básicas medidas preventivas contra el virus, parece una recomendación difícil de ejecutar cuando el agua es escasa o faltante. El Estado debe utilizar no solo recursos materiales y humanos, sino imaginación para reforzar los suministros alimentarios y ampliar medidas para los trabajadores informales, que son quienes habitan los sitios carenciados en forma mayoritaria.

La pandemia ha provocado, además, un derrumbe en el comercio internacional, la retracción de las inversiones, un freno a la especulación y una fuerte caída de la actividad global. La expansión del COVID-19 provocó un crack bursátil, el desplome del precio del petróleo, la caída de la producción industrial y una devaluación de las monedas periféricas. Pero, paradójicamente, este freno de la economía hizo caer el 25% de las emisiones de dióxido de carbono en China. “El mundo –afirma el consultor Ignacio Zuleta– estaba pidiendo hace rato medidas que frenasen el híper consumo, el poder de las burbujas especulativas y el efecto de la sobre-industrialización, en el proceso de calentamiento global (…) Lo que no habían logrado los protocolos internacionales, resistidos por algunas potencias industriales, lo logra esta maldita peste”.

Por último, dos controversias. Una la planteó el filósofo surcoreano Byung-Chul Han y hace referencia a los beneficios que en Asia puede aportar el Big Data para contener al COVID-19. Teniendo en cuenta que en el mundo oriental impera un sistema colectivista, orden sociopolítico ajeno al de las democracias liberales de Occidente, Han expresó: “para enfrentarse al virus los asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que en el Big data podría encerrarse un potencial enorme para defenderse de la pandemia. Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa (y Occidente) todavía no se han enterado. Los apologetas de la vigilancia digital proclamarían que el Big data salva vidas humanas”.

La otra proviene de la mayor potencia occidental, y tiene que ver con el mesianismo de algunos de sus líderes políticos. En medio de la pandemia que pone a EUA, por su endeblez sanitaria, en el foco mundial, el vicegobernador de Texas Dan Patrick arengó a los americanos a que “debemos volver al trabajo, volvamos a vivir, seamos listos acerca de todo esto y los mayores de 70 (años) ya cuidaremos de nosotros mismos. No sacrifiquéis el país, no sacrifiquéis el gran sueño americano”. Respecto de esto último, destaco la reflexión del psicoanalista y escritor Jorge Alemán: “el Coronavirus es el primer eclipse serio del dominio norteamericano, que ya no parece disponer de ninguna idea de Civilización”.

Gabriel Cocimano

Gabriel Cocimano: Periodista y escritor.

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