Perú: La sombra del golpe parlamentario

Tras sólo cinco horas de debate, el lunes el Congreso de Perú destituyó al presidente Martín Vizcarra en un juicio político que lo declaró culpable de incapacidad moral para gobernar a raíz de reportes según los cuales recibió sobornos de dos empresas que ganaron licitaciones de obras públicas cuando fue gobernador de una provincia hace siete años.

La caída del mandatario se produjo en el segundo intento para defenestrarlo en menos de dos meses: apenas el 18 de septiembre, una iniciativa para removerlo por otro señalamiento de corrupción fracasó tras obtener únicamente 32 votos (de 87 necesarios), pero el nuevo escándalo hizo crecer el bloque destituyente a 105 legisladores.

Vizcarra, quien carece de partido y de grupo parlamentario propio, tuvo una tensa relación con el Legislativo desde que llegó al poder en 2018 en sustitución de Pedro Pablo Kuczynski, un neoliberal duro que renunció tras verse salpicado en un caso de corrupción. Baste recordar que en septiembre de 2019 el recién depuesto mandatario hizo uso de una facultad legal para disolver el Congreso, entonces dominado por las distintas facciones fujimoristas, herederas políticas del criminal ex presidente Alberto Fujimori, y luego reunidas en torno a su hija Keiko. Si bien la conformación parlamentaria surgida de los comicios del 26 de enero tuvo el efecto de reducir el fujimorismo a un papel testimonial, estuvo muy lejos de acabar con la inestabilidad crónica que azota a Perú desde hace dos décadas, pues dio paso a una miríada de facciones cuya característica central es el oportunismo.

A reserva de que ulteriores investigaciones confirmen o desmientan las acusaciones contra Vizcarra, resulta preocupante asistir de nueva cuenta a una suplantación del voto popular mediante maniobras del Legislativo, como ya ocurrió antes contra Fernando Lugo en Paraguay, en 2012, y Dilma Rousseff en Brasil, en 2016.

En este sentido, el desarrollo de los acontecimientos en Perú es una nueva exhibición de desdén de las clases políticas hacia la voluntad popular. En primera instancia, porque las encuestas señalaban, y las movilizaciones callejeras han ratificado, que el Ejecutivo contaba con un respaldo muy superior al del Legislativo. Segundo, porque el gobierno entrante ha respondido con un feroz despliegue represivo a las protestas contra lo que muchos ciudadanos consideran una usurpación. En tercer lugar, porque el país andino se halla a sólo seis meses de sus próximas elecciones presidenciales, y en ese contexto la remoción del mandatario saliente se interpreta de manera inevitable como una tentativa para incidir en los comicios venideros. Por último, no puede pasarse por alto que lejos de emprender una restauración de la legalidad supuestamente extraviada, el hasta el lunes líder del Congreso, Manuel Merino, integró en su gabinete a personajes tan impresentables como Antero Flores-Aráoz, ministro de Defensa durante el segundo mandato de Alan García.

Los constantes intentos para sabotear el periodo presidencial iniciado en 2016, y que concluirá el próximo 28 de julio, recuerdan la urgencia de aplicar en todo sistema político que pretenda ostentarse como democrático mecanismos de democracia participativa como consultas y referéndums que permitan procesar las crisis institucionales sin atropellar la soberanía ciudadana.

La Jornada

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