¿Por qué dejamos que Israel y Ucrania muevan al perro estadounidense?

En el extraño imperio de Estados Unidos, los dependientes toman las decisiones. Pronto estaremos sufriendo las consecuencias. El sistema de alianzas de Estados Unidos se le suele llamar imperio, y con razón.

Pero es una forma de imperio peculiar, en la que el centro metropolitano parece dirigido y gobernado por la periferia. En la idea clásica de imperio, el gobierno fluía de arriba hacia abajo. En este caso no.

Esta inversión es totalmente evidente en la relación entre Estados Unidos e Israel. Biden respondió a los ataques del 7 de octubre brindando a Israel apoyo total para conseguir su objetivo de destruir a Hamás. El mismo patrón es también evidente en la política hacia Ucrania. Durante 18 meses, la administración Biden no se atrevió a poner límites a los objetivos bélicos de Ucrania, aunque éstos anticipaban, absurdamente, una victoria total sobre Rusia, visualizando a Vladimir Putin en el banquillo al final.

Estas certezas han comenzado a tambalearse. Dentro de la administración, parece que se han despertado y observan que ninguno de los dos caminos es sostenible. La esencia de los informes recientes es la siguiente: los ucranianos están perdiendo la guerra y tienen que reconocer ese hecho, mejor ahora antes de que sea más tarde. Los israelíes se están comportando bárbaramente y hay que controlarlos, de lo contrario nuestra reputación en el mundo se arruinará.

En el frente de Ucrania hubo dos estallidos. Uno fue un artículo de la NBC que pintaba un panorama terrible de la situación militar e informaba que diplomáticos estadounidenses y europeos estaban advirtiendo a Ucrania de la necesidad de restringir sus objetivos. Es demasiado tarde para esperar algo más que un punto muerto, dijo un ex funcionario de la administración: “es hora de llegar a un acuerdo”.

El otro fue un largo ensayo en Time que caracterizaba a Zelensky como una figura mesiánica y fanática, fuera de contacto con las perspectivas cada vez peores de Ucrania. La corrupción es incluso peor de lo que se afirma. Occidente está tocando fondo en busca de artículos militares claves. El ejército de Ucrania no puede encontrar nuevos reclutas. Más asignaciones del Congreso, incluso los 61 mil millones de dólares solicitados por la administración, no pueden resolver ninguno de estos problemas.

Durante 18 meses, la administración Biden insistió en que Estados Unidos hacia suyos los objetivos de Ucrania y los apoyaría de todos modos. Después de que la ofensiva de verano de Ucrania haya fracasado casi por completo, la administración parece estar retrocediendo. Todo esto es muy secreto, con discusiones “tranquilas” supuestamente entre bastidores. De hecho, es probable que los asesores de Biden estén divididos. Aunque la política oficial no ha cambiado en lo más mínimo, el ímpetu para hacerlo está claramente ahí.

El vínculo con Israel es aún más agudo. Según informes generalizados, Biden y sus asesores creen que Israel está embarcado en un proyecto loco en Gaza. Ven que Estados Unidos (tras haber dado a Israel luz verde, un cheque en blanco y toneladas de bombas) será considerado directamente responsable de las terribles consecuencias humanitarias. No creen que Israel haya definido un final coherente. Temen estar presidiendo una temeridad moral. Ven un colapso precipitado del apoyo del resto del mundo.

Durante el último mes, Biden advirtió a los israelíes que no actuaran con ira y venganza en represalia por el 7 de octubre, desaconsejó una invasión terrestre de Gaza e insistió en que Israel tratara de evitar las muertes de civiles en la medida de lo posible. Que utilicen bombas más pequeñas, dijeron los asesores militares de Biden. La erosión del apoyo, dijo su administración a los israelíes, “tendrá consecuencias estratégicas nefastas para las operaciones del ejército de Israel contra Hamás”. El fin de semana pasado, el secretario de Estado, Antony Blinken, se dirigió al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, con estas ideas y pidiéndole una “pausa humanitaria”. La respuesta de Bibi fue: no va a suceder.

Tengo una idea. Estados Unidos podría amenazar con suspender los envíos militares a Israel si no acepta un alto el fuego. Eso podría causar cierta impresión. Sin embargo, desafiar a Israel es algo que ningún presidente desde George H.W. Bush hasta ahora, ha estado dispuesto a hacer. El enfoque de Estados Unidos durante los últimos 30 años, es el mismo, ha sido la voz de un buen amigo: “Esto es realmente por su propio bien, pero no nos atreveríamos a exigírselo”.

Den un abrazo fuerte a los israelíes y asegúreles sin cesar su compromiso eterno; esa era la manera de ganar una discusión con ellos.

Ha habido algunos líderes israelíes que respondieron a este enfoque, pero Benjamín Netanyahu nunca fue uno de ellos. El comentario de Bill Clinton después de su primera reunión con Netanyahu en 1996 fue: “¿Quién es la puta superpotencia aquí? – y refleja el juicio meditado de Bibi de que puede provocar una oposición interna en Estados Unidos que deja sin efecto cualquier amenaza que un presidente estadounidense pudiera hacer.

Hoy en día, el 66% de los estadounidenses quiere un alto el fuego, según una encuesta, sin embargo, esta opcion es compartida por menos del cinco por ciento de la Cámara de Representantes, así que tal vez Bibi sepa de qué habla. El AIPAC  (American Israel Public Affairs Committee, o  Comité de Asuntos Públicos Estados Unidos – Israel) está muy ocupado atacando por todos los medios a los pocos congresistas valientes que han criticado a Israel y han pedido un alto el fuego.

Pero Biden tiene que preocuparse por el papel de Estados Unidos en el mundo y es consciente de la probabilidad de que lo que se avecina en Gaza arruine su legitimidad. ¿Quién en el mundo no occidental podría volver a soportar un sermón de Estados Unidos sobre su compromiso con los derechos humanos? ¿Qué efecto tendría esto en el caso de Estados Unidos contra Rusia?

Teniendo en cuenta las tendencias actuales (la falta de salida al Sinaí para la población de Gaza, el colapso total de los sistemas de salud y saneamiento, la implacable presión militar y el bloqueo económico israelíes, 1,5 millones ya de desplazados) es difícil ver cómo se calcula el número total de víctimas entre los habitantes de Gaza y cómo se evitan cifras de cientos de miles. Probablemente morirán muchos más a causa de enfermedades y epidemias que por las balas y las bombas. La experiencia, como ha dicho Netanyahu, será recordada “durante las próximas décadas”. ¿Qué pasa si se registra en la opinión pública mundial como un crimen histórico?

Increíblemente, los defensores de una guerra total contra Hamás invocan Dresde, Hiroshima y otras atrocidades para justificar su rumbo, ignorando que ni Alemania ni Japón tenían a nadie que llorara por ellos después de la guerra, mientras que los palestinos tienen 1.800 millones de musulmanes que lloran por ellos hoy.

El hecho obvio es que Israel no puede perseguir hasta el final su objetivo de destruir a Hamás sin causar muertes a escala bíblica. No hay razón alguna para que Estados Unidos adopte estos objetivos.

La elección de Biden es ponerse duro con los israelíes o aceptar lo que teme que vaya a ser una catástrofe gigantesca.

Hay precedentes de endurecimiento, pero hay que reconocer que son lejanos. Dwight Eisenhower lo hizo en 1956 con motivo de la aventura anglo-francesa-israelí en Suez. Bush lo hizo en 1991 por las garantías de préstamos a Israel. Pero el ejemplo más resonante es el de 1982, cuando Ronald Reagan le dijo al primer ministro israelí, Menachem Begin, que cesara el bombardeo israelí de Beirut. «Menajem», dijo Reagan, «esto es un holocausto«. Para sorpresa de Reagan, su amenaza de una agonizante reevaluación funcionó. «No sabía que tenía ese tipo de poder«, le dijo a su asistente Mike Deaver. En el momento de la amenaza de Reagan, el número de muertos en dos meses y medio de guerra se acercaba a los 20.000, de los cuales casi la mitad eran civiles.

¿Puede Biden tener la voluntad para enfrentarse a Netanyahu? ¿Obligará su administración a Ucrania a sentarse a la mesa de negociaciones?

En nuestro extraño imperio, donde los dependientes toman las decisiones, las tendencias profundamente arraigadas anticipan una respuesta negativa a ambas preguntas, aunque una política sabia dictaría respuestas positivas. Quizás haya llegado el momento de adoptar una nueva política en la que Estados Unidos consulte sus propios intereses nacionales en lugar del de los demás.

David C. Hendrickson

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