Trump: Migración y campaña

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Se repite el guión de 2016: nada le iría mejor a Donald Trump en el arranque de su carrera por la relección, que un país vecino al cual colocarle la máscara de enemigo. El poder construir un escenario semejante, con tensiones fronterizas crecientes y una espiral de intercambios verbales hostiles, le permitiría azuzar a los sectores que lo apoyaron hace tres años con dosis masivas de chovinismo patriotero y triunfos de utilería cuya correspondencia con la realidad no sería corroborada por la opinión pública.

Desde luego, el candidato fácil para esa fabricación es México, habida cuenta de la tremenda desventaja en que se encuentra en casi todos los ámbitos con respecto a la superpotencia. El enemigo interno vuelve a ser el mismo: los trabajadores extranjeros –principalmente, los latinoamericanos– que han sido definidos por varios analistas como los judíos de Trump, en extrapolación al espantajo que fabricó el Tercer Reich.

Pero Trump no es Hitler. Su patrioterismo es más demagogia que ideología y no es un desequilibrado mesiánico sino un hombre de negocios exageradamente pragmático y fanfarrón. Sabe perfectamente que los migrantes son indispensables para la economía de su país y, en lo inmediato, le han sido útiles para exhibir mano dura ante sus electores, lo que se ha traducido en la desmesurada crueldad de las medidas de separación de familias y el confinamiento de menores en campos de concentración. En los hechos, en su primer año en la Casa Blanca, las deportaciones de mexicanos descendieron con respecto a las realizadas por Obama, y en 2018 el número de deportados de todas las nacionalidades fue de unos 256 mil, semejante al promedio anual de su antecesor.

Sin ignorar la barbarie que esto significa, los datos deben ser contrastados con el despropósito que expresó en su campaña de 2016 en el sentido de que expulsaría a entre dos y tres millones de extranjeros en sus primeros tres meses de gobierno, amenaza que repitió hace un par de días en términos casi idénticos. Otro dato relevante es que en los primeros dos años de Trump el porcentaje de deportados que tenían antecedentes penales –para las autoridades estadounidenses, una infracción de tránsito basta– fue mucho menor que en la presidencia previa, y mayor la proporción de personas con expedientes limpios, lo que indica que el propósito principal de la persecución antimigrante ha sido crear un clima de terror entre las comunidades mexicanas y latinoamericanas del país vecino.

En años recientes México ha ido perdiendo importancia como lugar de origen del flujo migratorio y ganándolo como territorio de tránsito, de modo que ahora la principal acusación de Trump es que no hacemos nada para evitar que las caravanas de centroamericanos lleguen a la frontera común.

En este punto, lo que en el presidente estadounidense es un eslogan de campaña coincide con lo que en el mexicano es una convicción auténtica: se debe terminar con los flujos migratorios. En donde Trump acusa invasión y amenaza, Andrés Manuel López Obrador observa un terrible sufrimiento humano que debe ser resuelto desde sus raíces, es decir, atacando las condiciones de pobreza e inseguridad que obligan a cientos de miles a abandonar sus lugares de origen. Esta idea que ha sostenido desde hace años se traduce en políticas de desarrollo y bienestar en las zonas de expulsión de población –mexicanas y centroamericanas– y en la creación de cortinas de prosperidad que retengan con empleos a quienes emprenden el viaje al país vecino: el Tren Maya, el proyecto transístmico y las medidas económicas especiales en la Frontera Norte; asimismo, conlleva una estrategia conjunta de México, Estados Unidos y Canadá para cooperar en el desarrollo regional de Guatemala, Honduras y El Salvador.

La propuesta es impecable en sí misma pero tiene un punto débil de cara al actual escenario político estadounidense: la marca Trump no es la colaboración sino la hostilidad y el magnate está urgido de molinos de viento contra los cuales arremeter; tal es la razón por la cual amenazó a México con los aranceles progresivos y el motivo de la cancelación de presupuestos de ayuda para Centroamérica, y si el gobierno de López Obrador adoptara actitudes intransigentes –como lo recomiendan ahora los neoliberales que durante décadas gobernaron con entreguismo y sumisión a Washington– le daría pie para escalar su belicosidad y le haría, con ello, un gran favor, a costa de sacrificar las perspectivas nacionales de crecimiento económico.

Con Trump afanoso de relegirse, acosado por sus propios escándalos y urgido de enemigos imaginarios, el tiempo electoral estadounidense será muy duro para México pero, por otro lado, lo forzará a diversicar su comercio y a concentrarse en lo central: la construcción de un país próspero y seguro que no expulse a su población.

Pedro Miguel

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