Cuba: Estar en el mundo

«Yo vengo de todas partes», decía José Martí en un célebre poema. La imagen suscita una reflexión sobre el complejo proceso de construcción de la identidad nacional. Los habitantes originarios habían remontado las islas del Caribe. Víctimas de la violencia de los colonizadores, no fueron exterminados del todo. El arribo de los españoles mantuvo un flujo continuo.

A lo largo de un breve transcurso de algo más de dos siglos, los pobladores del país fueron llegando, en oleadas sucesivas, de distintos lugares. Con la brutal introducción de la mano de obra esclava llegó también el componente africano de nuestra cultura. Sujetos a contratos leoninos, se añadieron los culíes procedentes de China. Vinieron después los antillanos, mayoritariamente de Haití y Jamaica. Las políticas de blanqueamiento abrieron el acceso a nuevos inmigrantes. Hubo grupos minoritarios de libaneses, judíos y europeos. Todos contribuyeron en algún grado a enriquecer el cauce de la nación.

El archipiélago que habitamos posee costas irregulares, abiertas a puertos y hermosas bahías. Por esa vía, eludiendo los controles impuestos por la península española, entró el contrabando de bienes y de ideas. El independentismo se nutrió del pensamiento de la Revolución Francesa y de las noticias acerca del movimiento emancipador de la América Latina, así como de las sublevaciones ocurridas en la vecina Haití. De esa manera, pudo quebrarse también el dogmatismo dominante en la filosofía.

Afincado en nuestra realidad concreta, en ese saber de dónde venimos, Martí extendió su mirada hacia el ancho horizonte del mundo, tal y como lo afirmaba en el poema antes citado. La universalidad de su perspectiva le permitió descifrar las claves del presente y percibir los anuncios ominosos del futuro. Sobre esa base diseñó la estrategia de la Guerra necesaria, en el intento, malogrado con su temprana muerte, de fundar una república «con todos y para el bien de todos». De acuerdo con similar pauta, Fidel nunca dejó de tomar el pulso al contrapunteo entre el aquí y el allá y de advertir las señales de futuridad en la marcha cotidiana del acontecer.

La literatura fijó las imágenes iniciales de nuestra identidad, asentadas en la reivindicación apremiante de la independencia del país. El poeta José María Heredia opuso las bellezas del mundo natural a los horrores del mundo moral.  Fue el primero en decir «nosotros, los latinoamericanos».

La influencia del romanticismo favoreció la revelación de las cualidades del paisaje propio. Con Cecilia Valdés, Cirilo Villaverde profundizó el análisis de nuestra realidad social. Personalidades prominentes del modernismo, Martí y Casal integraron un movimiento que, por primera vez, proyectaría con voz propia la visión de nuestra América hacia el mundo.  No faltaría mucho tiempo para que, en el primer tercio del siglo XX, la apropiación creativa de la renovación vanguardista europea contribuyera a reafirmar, a escala continental, el rescate de nuestras esencias, de nuestros rasgos comunes. En diálogo que trascendió fronteras, se reconocieron las obras del chileno Neruda, del peruano César Vallejo y de los cubanos Nicolás Guillén y Alejo Carpentier.

Martí comprendió que la patria se había ido forjando en los campamentos mambises donde se juntaron, en el combate y en la suma precariedad compartida, los patricios ilustrados, al modo de Céspedes y Agramonte, con las capas populares y los esclavos recién liberados. Advirtió también la importancia de incorporar en términos de tradición viviente el legado espiritual transmitido por la creación artístico-literaria. Desde Nueva York, inmerso en su intensa brega revolucionaria, encontró tiempo para seguir el paso de la obra cultural en Cuba y el mundo. Lo hizo con perspectiva inclusiva y, a la vez, crítica. Exaltó a Heredia, sin acallar los altibajos de su proyección poética. Reverente y perspicaz, se inclinó ante la temprana muerte de Julián del Casal, de quien hubieran podido separarlo, sin embargo, tantas diferencias.

La representación artística de nuestra identidad no puede ser reduccionista y limitarse, como sucede con frecuencia, a contadas manifestaciones de la música popular.

La raigambre de un devenir histórico, resultado de un prolongado proceso de construcción, se revela en el amplio espectro de lo popular y lo culto, en el trabajo de los artistas visuales, en el universo de la escena y en el maridaje entre poesía y pensamiento, característico de una literatura que supo captar, además, el ritmo y la sonoridad de nuestro idioma, sin caer en concesiones a un vulgarizante populismo.

Corresponde a los medios de comunicación social, al sistema de educación y a las instituciones culturales mantener vivo ese legado para las actuales y futuras generaciones. No basta con citar a Martí. Hay que entrar en el tumulto de su prosa apasionada y en el secreto de su poesía.

En un planeta empequeñecido e interconectado, cuando la globalización neoliberal aspira a borrar el perfil de las naciones periféricas, estar en el mundo y proyectar la imagen de lo local a escala universal, tanto como reconocer nuestros referentes más cercanos, son necesidades impostergables. Hay que hacerlo respirando el aroma de lo propio, con conciencia crítica y espíritu innovador, desechando todo facilismo mimético.

Al clausurar un debate sobre el feeling en los 70 del pasado siglo, Carpentier demostraba, avalado por su condición de historiador de la música, la capacidad transformadora de lo ajeno, que se manifiesta en el proceso de construcción de nuestra identidad. No estamos ante un ciclo cerrado, ante una foto fija detenida en el tiempo. Abiertos al amplio horizonte del océano, la seguimos edificando, inspirados en las fuentes nutricias de una tradición y una sociedad, ambas complejas y vivientes.

Graziella Pogolotti

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