Diáspora y puertorriqueñidad

La dispersión puertorriqueña en Estados Unidos como resultado del fenómeno migratorio colonial; negritud y hazañas olímpicas de atletas del Caribe. No recuerdo cuándo fue la primera ocasión que escuché el vocablo diáspora para referirse a la comunidad boricua en Estados Unidos. No creo que haya sido mucho tiempo atrás; quizás, en 2008 o 2009.

De entrada, no me gustó la frase diáspora boricua, ni en lo lógico ni en lo emocional. Es más, aún hoy no me agrada totalmente. Es una expresión que a veces dice muy poco, queriendo decir mucho. Pero, a falta de una mejor conceptualización, es el término en boga.

Aclaro que soy parte de la llamada diáspora, pues nací en Perth Amboy, Nueva Jersey, ciudad a la que mi madre emigró luego de que el ejército de Estados Unidos trasladara a mi padre fuera de Puerto Rico. Sola, encinta de mí, se fue a la casa de su hermana menor en esa ciudad del Noreste de Estados Unidos. De hecho, mi historia personal tiene un elemento en común con la de campeona olímpica Jasmine Camacho-Quinn. No es que yo sea atleta; nada más remoto de mi realidad. Es que pasé parte de mi infancia en Carolina del Sur, su estado natal. Llegué a Puerto Rico a los cinco años, y entonces comenzó mi transformación en guayamés y en boricua.

Quiero insistir en este último punto. Se trata de un proceso. Al menos en el Noreste de Estados Unidos (Nueva York, Rochester, Hartford, Springfield), nuestra gente se identifica con la puertorriqueñidad mediante un procedimiento indirecto. Una mediación dialéctica, para sonar hegeliano. Más que una referencia directa a la nación puertorriqueña, por acá se habla mucho del pueblo de origen. Soy boricua porque soy de Guayama o de Cayey o de Salinas. En total, setenta y ocho municipios en el pequeño archipiélago de islas que es Puerto Rico. Camine usted por las calles de Holyoke o Springfield o Hartford y verá la misma escena una y otra vez: la gente adorna obsesivamente los carros con tablillas de su pueblo de origen. Es como si esa fuera la marca última de autenticidad boricua. «¿Qué de dónde soy? Pues, de Guayama». Para probar este punto no hace falta mucha reflexión sociológica. Basta con mirar la foto de la familia de Jasmine Camacho-Quinn en que todos visten camisetas de Trujillo Alto. Es como si fuera una prueba irrefutable de legitimidad…

Esa marca de autenticidad boricua, vale la pena mencionarlo, es independiente de las posibles preferencias sobre el tema del estatus de la isla. Da igual, en el seno de la comunidad puertorriqueña del Noreste –que es la que he conocido personalmente–, si la persona es estadista, popular o, como yo, independentista. El criterio inmediato es el pueblo con que la persona o la familia se identifica. Soy de tal pueblo, luego soy boricua. ¿No funcionan aquí esas tablillas sino como amuletos que le hablan a la diáspora de una existencia dejada atrás en la patria, así como de la esperanza de un posible retorno?

La influencia de la comunidad migratoria boricua en mi vida se hizo más fuerte durante mi adolescencia en Guayama. Esto porque mis tíos abuelos emigraban periódicamente a trabajar en las granjas agrícolas cercanas a pueblos como Rochester y Buffalo. Y buena parte de mi familia vivía en el sur del Bronx, no lejos del Teatro Puerto Rico. Eventos como las Navidades eran siempre una oportunidad de conectar la familia de acá con la de allá, viéndolo desde las dos perspectivas. Esa conexión se hizo emocionalmente más intensa cuando regresé al Noreste en 1981, específicamente a Nueva York. Es allí que, influenciado por el nacionalismo y el culto amoroso a la bandera monoestrellada, me hice patriota.

Nueva York era desde la década de los treinta una gran meca cultural de la puertorriqueñidad. Esto, en lo ideológico, lo político y lo social. Por esas razones, y otras más, siempre asociaba la experiencia migratoria boricua, más que nada, con la ciudad de Nueva York. Con una mirada quizás limitada, pensaba que lo demás era solo lo demás. ¿Cómo abrazar, por lo tanto, el término diáspora boricua,  en el que las determinaciones mencionadas de la rica experiencia boricua neoyorquina parecían relegadas a un segundo plano?

Y entonces llegó Jasmine Camacho-Quinn. ¡Madre mía! ¡Qué amor por Puerto Rico! Imposible no destacar su negritud, tantas veces maltratada en la Isla y tantas veces exaltada en los barrios boricuas del Noreste, sobre todo, en el Bronx. ¿No es ella acaso el mejor ejemplo de cómo puede expandirse y profundizarse a la vez nuestra personalidad de pueblo afroantillano?

Hace rato que no reflexionamos sociológicamente sobre nuestra naturaleza de pueblo caribeño disperso como resultado del fenómeno migratorio colonial. Usamos el vocablo diáspora como una muletilla para no ahondar en el tema. La RAE nos dice que este significa la «dispersión de seres humanos que abandonan su lugar de origen». Y, bueno, aunque a falta de pan, galletas, yo quisiera un concepto más rico en determinaciones concretas, que se nutra de la historia de nuestras luchas en la isla y fuera de ella. Además, que refleje el fundamento colonial de esa experiencia. No es mera dispersión; es dispersión provocada por la explotación colonial. Diáspora sirve, entonces, como remedio pasajero para la labor intelectual y sociológica que no hemos realizado.

Parte del problema es que para reflexionar sobre nuestra dispersión en Estados Unidos habría que deliberar sobre el Caribe. No sobre el que creemos tener, sino sobre el Caribe que se nos ha negado y se nos niega todos los días. La colonia nos ha puesto gríngolas, artefactos que nos llevan a mirar solo al Norte que nos oprime.

Mas yo quisiera salirme de la perspectiva limitada y situar la hazaña de Jasmine, que no es poca, en el contexto de unas olimpiadas mundiales en que la negritud caribeña desempeñó un papel gigante; épico, en mi opinión. Jasmine en Puerto Rico, Mijaén López en Cuba, Marileidy Paulino en la República Dominicana, Elaine Thompson-Herah en Jamaica y, justamente de las costas caribeñas de Venezuela, la gran Yulimar Rojas, por mencionar tan solo algunas de las estrellas. Todas con raíces en el Caribe negro. Una cosa es lo que Jasmine piense y sienta por Puerto Rico, que no deja de ser bello y sublime; pero otra, es lo que debemos de pensar sobre su negritud, sus hazañas y el Caribe entero. Puerto Rico es una nación, como le dijo Jasmine correctamente a la prensa estadounidense. Yo añadiría que somos una nación caribeña. Las gríngolas consisten en los malos hábitos de pensamiento que nos han inculcado las fuerzas invasoras. No es solo Jasmine la que ha llegado al podio de las olimpiadas 2020. Es la totalidad del Caribe negro de las Antillas. Por eso hay que celebrar con igual entusiasmo los triunfos de Cuba, Puerto Rico, Jamaica, Venezuela y la República Dominicana. Digo, a menos que usted vaya a sufrir nostalgia por las gríngolas.

Ojalá que el vocablo diáspora boricua no sea más que un concepto de transición hacia una conceptualización más profunda y multidimensional de la experiencia migratoria boricua. Una noción sociológica correcta de este fenómeno tiene que superar el procedimiento de meramente inventariar la dispersión geográfica de nuestra gente en Estados Unidos, al modo en que lo hace el censo. También hay que mirar, con franqueza y orgullo, la riqueza acumulada de nuestras luchas culturales y políticas «en las entrañas del monstruo», así como sus vínculos con la Isla y el Caribe. Eso, y solamente eso, pondrá plenamente de relieve la espiritualidad afroantillana que inspira nuestra personalidad boricua, dentro y fuera de Puerto Rico.

Rafael Rodríguez Cruz

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