Quién es un intelectual

Hay una convención en cuya virtud “intelectual” es todo aquel cuyo pensamiento creativo, especulativo o estudioso es leído, escu­chado y buscado. Es, repito, convencionalmente, todo filósofo, en­sayista o literato tenga, viva o no de ello, que hace público un pen­samiento propio, no prestado, y ese pensamiento ha hecho “for­tuna”.

Y también lo son quienes se esfuerzan en valorar, enjuiciar, desentrañar y eventualmente explicar a los demás — desalojado de la mente todo juicio ajeno, todo juicio dado, todo pre-juicio —, los procesos existenciales, los hechos y sucesos sociales y la relación que descubre entre ellos.

Sin embargo, intelectual en cierto modo es también todo aquél o aquélla que discurre evitando en lo posible el tópico y las corrientes de opinión, sin caer en la extravagancia o, si somos condescendientes, incluso a pesar de ella. También éste tiene derecho a postularse como intelectual.

Del mismo modo que artista es quien crea o recrea el fruto de su ins­piración a través de sus obras de arte, con independencia de que sea reconocida o no el valor de su obra por terceros. Menospreciar la figura del intelectual es incitar al renuncio de la reflexión, una manera de tratar de disua­dir a quienes publicamos sin afán de noto­riedad ni el descabellado propósito de ganarnos la vida dando cuenta de nuestras ideas…

La mayor o menor proyección pública del autor y de su obra pue­den modular la importancia, la notoriedad y la fama de más o me­nos coyuntura del artista. Y también las del intelectual. Pero nin­guna de las tres afectan o alteran la índole, la ontología y la propen­sión creativas, ni desvirtúan su condición de tal. En cual­quier caso, de todo el quehacer del intelectual el más penoso y com­plicado es evitar el “prejuicio” grabado a sangre y fuego en el inconsciente co­lectivo y de rechazo en su propio subconsciente personal.

Recono­cerlo así y reconocer que, habida cuenta que no hay nada nuevo bajo el sol lo que hacemos es simplemente dar a luz lo olvidado, puede ani­mar más a tener en cuenta las ideas intelectuales. Pensar “de manera diferente” es esencial. Pero aún hay más. El pen­sar dife­rente es peligroso o baldío y merma considerablemente su va­lor si no se hace acompañar de un propósito constructivo, neu­tral en lo posible y preferentemente ligado a una voluntad escla­rece­dora. Si el intelectual logra la comprensión de los espíritus despier­tos o despierta la curiosidad de los espíritus dormidos, habrá dado en la diana. Con eso le basta.

La excentricidad intelectiva sería una iniciativa mental desprovista de significado en sí misma y dirigida solamente a producir efectismos que, solo a condición de estar dotada de gran plasticidad o de un alto valor estético en la construcción de la expresión oral o escrita, permitiría ser considerada como quehacer intelectual.

En suma, podrá ser o no interesante, profundo, ameno, inteligible en el concepto de quienes le prestan atención o hacen de él crítica; podrá ser tenida su obra de escaso valor o por una insensatez… pero aun así me creo con derecho a reivindicar la cualidad de intelectual para quien se esfuerza en pensar cada asunto de la vida de manera diferente a la que acostumbra a verla sin pensarla el filisteo. Por último, característica del intelec­tual es su propensión a hacer compleja la simplicidad y comprensi­ble lo complejo.

En España, se entienda como se entienda el concepto, hay pocos in­telectuales en comparación con otros países europeos. Y no por falta de inteligencia ni de imaginación precisamente, sino por el so­metimiento de los espíritus durante siglos al pre-juicio, es decir, al reino del dogma y de la intolerancia asociada que pulverizan los atis­bos de originalidad y los intentos de salirse del marco intelec­tivo acostumbrado…

Jaime Richart

Jaime Richart: Antropólogo y jurista.

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